Ilustración de Milo Winter para 'Hans Andersen's Fairy Tales'. Chicago: Rand McNally & Company, [c1916]
  • Ilustración de Milo Winter para 'Hans Andersen's Fairy Tales'. Chicago: Rand McNally & Company, [c1916]

Carta autobiográfica al patito feo 

Dora Alonso

Querido patito: 

Te debo esta carta desde hace muchí­simos años: tantos, que entonces yo leí­a solamente libros dedicados a los niños y usaba en la escuela las cuentas de madera de un ábaco. 

Por aquella época, el pueblo donde yo viví­a era tan chiquito que con cuatro aguaceros se inundaba; cosa que las ranas aprovechaban para celebrar su festival de coros, dirigidos por Casilda, nuestra antigua conocida de Cantel. Durante esos dí­as, el vecindario se animaba, los niños no perdí­amos ninguno de los conciertos y las ranas de mi pueblo se hací­an célebres. 

Mi casa, de madera y techo de tejas, era muy espaciosa. Contaba con patio y traspatios y muchos árboles y flores. A la sombra de los árboles y ante el pasmo de gallinas y gallos, abrí­a el pavorreal su cola de abanico, graznaban gansos, volaban palomas y trinaban pájaros. Pero mis preferidos eran otros: Miguelí­n, un cerní­calo que adopté al caerse del nido, y el conejo Alfredo Molina. 

Miguelí­n vivió siempre bajo el alero del corredor y, al crecer, resultó un camorrista desorejado. Aun estando harto, se lanzaba como un pirata contra lagartijas y guayabitos, sin hacer el menor caso a mis reprimendas. Miguelí­n solo respetaba al gato. En cuanto al conejo, tení­a muy buen carácter. Su gran debilidad se manifestaba ante una hoja de col: al recibirla pegaba tales saltos y triplesaltos que, más que un conejo, el joven Molina resultaba un gimnasta. 

Quiero señalarte, patito, que yo era una niña fea. Cosa de suma importancia en esta historia. Me miraba al espejo de mala gana, pues, enseguida, aparecí­an en él mi nariz pecosa, el pelo, más que lacio, alicaí­do, y una figura delgaducha, desteñida, sin gracia, para la cual no valí­an galas ni modas. 

La belleza, patito, es un precioso don de la naturaleza. Quien la posee parece llevar una luz que a todos encanta. De ella solo recibí­ el leve destello de un fósforo. 

Por todo lo expuesto comprenderás que yo era una muchachita triste, tí­mida y acomplejada; si bien trataba de ocultarlo al mostrarme risueña e indiferente. Emulaba con Miguelí­n, apelando al engaño de aparentar desenvoltura y formas de aventajado camorrista. 

Para mantener tan vigorosa personalidad y en el intento por hacerme respetar, hasta donde fuera posible, de los burlones de la escuela y el barrio, aprendí­ a manejar el tirapiedras con igual destreza que manejara Robin Hood el arco y las flechas; a trepar a los árboles ágilmente y segura como un camaleón y, sobre todo, a sobresalir como lanzador en el equipo infantil de pelota. Lo que, en aquella lejana época y tratándose de una mujercita, dejaba boquiabiertos al resto de los jugadores, varones todos. Debo agregar que cabalgaba como un vaquero, ya que mi familia era gente de ganaderí­a, y casi toda formada por excelentes jinetes. 

Ya declaré la verdadera razón de semejante cartel de arrogancia, patito. Serví­a para encubrir mi apocamiento al conocer, desde muy temprano, que mi presencia despertaba la risa de los compañeros de escuela y de juegos, y un insufrible sentimiento de lástima en los mayores. Para sentirme en paz, buscaba casi todo el tiempo la compañí­a de los animalitos y los árboles. Ellos parecí­an no dar importancia a mi enclenque figura, mis larguí­simas piernas de flamenco, mi voz ronca, mi carita fea”¦ Me querí­an por mi leal apego: les daba de comer, los regaba, inventaba para ellos fabulosas historias que parecí­an escuchar respetuosos y entretenidos. Sin contar que, más braví­a y resuelta que el cerní­calo, siempre estaba dispuesta a defenderlos de quienes los maltrataran. Viejos y serviciales arrenquines, potros briosos, puerquitos, terneros y cabras, además de cuanto bicho con plumas habitaba el patio, me tení­an por uno de los suyos. 

Tal como lo describo eran las cosas para mí­, cuando, al cumplir mis diez años y entre otros regalos, recibí­ un libro de cuentos. Uno de ellos referí­a la historia de un patito, feo como yo; amargado, como yo. ¡Tan sin nada los dos, patito! Decí­a el cuento que, junto a mamá-pata y sus lindos hermanitos, el pequeñuelo soportaba la pena de su fealdad. Al saberse motivo de burlas y bromas pesadas, recurrí­a a la fuga para refugiarse en el campo y allí­ se amigaba a las codornices y a algún anciano buey sabio y comprensivo. 

La lectura de esa narración, que realizaba instalada a mis anchas en las ramas cercanas a la copa de un añoso tamarindo, me hizo cavilar por tratarse de un caso que me afectaba directamente, y formularme una pregunta: ¿Por qué, dentro y fuera del libro, nadie parecí­a entender algo tan sencillo como que tanto el patito como yo no habí­amos escogido nuestro lamentable aporte al ornato del mundo? í‰ramos feos, sin derecho a cambio o devolución, lo que se me figuraba una gran injusticia. Y lo peor: ignoraba a quién debí­amos reclamar o cargar la culpa del desaguisado. 

Mientras leí­a el cuento y razonaba de esa forma, lloraba a lágrima viva. Tu pena, patito, era la mí­a y te acompañaba y sufrí­a contigo. Pero algo cambió al llegar al final del relato; al saber de qué modo dos grandes, bellí­simas alas blancas te elevaron sobre el corral hasta situarte en el espacio azul, entre la luz más pura. Sentí­ con ello, pequeño amigo, algo suave y dulce penetrar en mi pecho y sosegarlo. En ese instante ”“nunca lo olvidar锓 surgió en mí­, con el deseo impetuoso de obtener tu misma suerte, mi primera esperanza. 

Todaví­a mi memoria recoge la emoción de aquel nuevo sentimiento. Una idea seguí­a a la otra y presentí­ confusamente que toda ayuda debí­a esperarla de mí­ misma, de mis propias fuerzas y sin huir ni avergonzarme. En lo alto de mi silvestre lugar de lectura me afirmé en el propósito de hacerme valer, pese a mis muchas desventajas, entre los venturosos elegidos de la belleza. A los diez años comenzaba a entender lo que hoy afirmo: La vida es generosa y a todos ofrece cabida, caminos y horizonte, siempre que no perdamos el valor o no nos falle la voluntad. 

Aquel dí­a, al cerrar el libro, bajar del tamarindo y tomar tierra, me sentí­ otra. Lejos de atormentarme y sufrir por lo que no estaba a mi alcance componer o disimular, me dediqué a observar todo lo hermoso y bueno que iba descubriendo a mi alrededor, para luego tratar de describirlo en mi cuaderno escolar. Así­ llegué a muchacha, con la aspiración de ser escritora ”“que es otra manera de volar”“, y, a pesar de no poder hacerlo bien al principio, no cejé; seguí­ adelante con firmeza y valor, sobreponiéndome a las muchas dificultades que hallara en el largo camino de los años. 

Hoy, patito, creo ser una escritora hecha, aunque no muy derecha ya, que te escribe, recuerda y agradece de todo corazón. 

Dora Alonso

Texto puesto en línea en octubre de 2000.