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La enfermera prodigiosa

Cecilia Velasco
De un día para el otro, mi papá, mi mamá y yo tuvimos que quedarnos en casa. Ya no puedo ir a la escuela ni mi papá a trabajar. Solo mi mami, porque ella es enfermera. Mucha gente ha perdido la salud, y ella no puede dejar de ayudar a los pacientes de los hospitales.

Me ha pedido que hagamos el pacto de no tocarnos. Al principio, me costó, pero no hay nada que un niño no pueda comprender, así que ahora nos acariciamos solo con la mirada. Hemos inventado gestos en el aire que significan: «te doy un beso», «me siento en tu falda», «abrázame», «dame la mano». En la noche, cuando llega cansada, aún tiene fuerzas para sonreírme con sus ojos achinados sobre la mascarilla. Es entonces cuando hacemos el gesto magnífico de abrazarnos, besarnos y de que me cargue hasta la cama en sus delgados brazos. Es que aún soy pequeño. No nos tocamos, insisto, pero es como si lo hiciéramos.

Por las mañanas, debo cumplir la tarea más importante que mamá me deja cada día: regar las plantas del balcón. Luego, voy de tour por la casa. Me he hecho amigo de las cosas, a las que he convertido en mis compañeros de clase. 

Mi silla favorita del comedor se llama Rosita Cedeño. La refrigeradora, bajita y de color rojo, tiene por nombre Ángela Zambrano. El aparador, grande y moreno, es Kevin Vera. El sofá de la sala, tapizado de verde, es Juancito Borbor. Las cortinas son las trillizas Lucy, Gaby y Cindy Lucín. El horno es Carlos Estrada; la cocina, Pilar Sánchez. Pero el más famoso de mi clase es el computador, José Guayaquil.

Paso un trapito húmedo sobre el tapiz de la silla y Rosita me da las gracias. Hasta parece que estoy haciéndole cosquillas. En voz baja, me cuenta cuánto le gusta vernos a todos los de mi familia jugar dominó. Su mamá, la mesa, la señora Cedeño, comenta que se pone feliz cuando mi mamá gana. La refrigeradora tiene buen oído, pues también mete cuchara para añadir que le encantan los juegos de mesa y que por eso hace sonar más fuerte su motor las noches del dominó.

A las trillizas se les mueven las faldas, porque un viento refrescante ha entrado desde el río Guayas. Se quedan calladitas. Entonces el aparador abre las puertas de sus repisas para mostrarme la jarra, los jarritos, los platos y los platitos. Este Kevin tiene una voz más gruesa y me dice que ya es hora del regreso de mamá. «¡A preparar la cena!», casi ruge el aparador.
No sé cómo ha ido a parar allá, pero dentro de la panza de Carlos está horneándose un pastel. Y sobre las hijillas de Pilar se ven una olla de sopa caliente y té de jengibre, canela y especias. Cuando mamá está a punto de entrar, José Guayaquil se enciende y deja salir una canción que habla de un granito de ajonjolí.

Cada noche, al regresar, mamá debe hacer el gran operativo. Se despoja de su traje, que vuela a la lavadora, deposita sus zapatos en una lavacara con agua y lejía, tira la mascarilla a otro recipiente y coloca su cartera en uno nuevo, para desinfectarla después. Papá funciona muy bien como asistente. Mamá corre a la ducha, no sin antes achinar sus ojos y saludarme con su dulce voz:

—Buenas noches, mi fiel jardinero.

Cenamos juntos: papá, mamá y yo. Jugamos un rato, porque la enfermera prodigiosa está muy cansada. Juancito Borbor nos llama desde su cómodo asiento y hacia allá vamos mamá y yo. Nos sentamos y guardamos un metro de distancia. No hace falta tocarnos para decirnos, otra vez puestas nuevas mascarillas, lo tanto y tanto y tanto que nos queremos.