'Tutú Marambá', de Marí­a Elena Walsh, ilustraciones de Sara Conti (Chacha). Buenos Aires: Plin Editora, 1960.
  • 'Tutú Marambá', de Marí­a Elena Walsh, ilustraciones de Sara Conti (Chacha). Buenos Aires: Plin Editora, 1960.

La poética de las nueces

Marí­a Adelia Dí­az Rönner

Pensar que no sabremos nunca
qué pasa dentro de las nueces.
No me pregunten. Con locura
y con el permiso de ustedes
me voy a agonizar otro poquito
con las palabras. Hasta que me lleven.

María Elena Walsh

 

Comentar la vida y la obra de quien, como María Elena Walsh, marcó un hito incuestionable en el territorio de la cultura infantil de la Argentina, no es tarea sencilla: actualmente los que se ocupan de las cuestiones de la infancia están obligados a indicar un antes y un después de María Elena Walsh, dado el giro formidable que imprimió esta escritora sobre las expectativas socioculturales de los años 60 y 70.

Ella misma, desde su propio asombro, resume con sencillez esta aventura de trastoques de diversa índole: “No sé, yo solamente versifico / pura conversación a mi manera”. Pero lo cierto es que la obra de esta increíble subvertidora de los discursos oficiales y reprimidos funcionó, en aquellos tiempos, como nexo vinculante entre los argentinos de edades diferentes y de lugares distintos. Al elaborar originales modos de intertextualización –sumando y restando dentro de un corpus cultural subvalorizado–, Walsh desarmó un estatuto estético identificable y rehiló, entonces, una tradición nativa sobre una remozada convención literaria que conocía bien por dentro.

María Elena Walsh ha logrado perimetrar la infancia en los niños argentinos. Es decir, que ha legitimado, a través de sus canciones, sus poemas y sus textos narrativos, la autonomía de la imaginación: un derecho de los niños para excavar y tensar las posibilidades de una lengua, canonizada y obligatoria, hasta dejarla estallar silvestre y alocada. Si recordamos a los antecesores literarios argentinos de la Walsh, inscriptos en una actitud excesivamente adulta y tutelar –estrictos garde de corps de la lengua y de la literatura–, con sus palabras pulcras y sus medidas precisas, se comprende mejor el escándalo que provocó esta desenfadada juglaresa al desatar la reinversión lúdicra en el terreno del lenguaje, entregando las palabras para que los niños dispusieran de ellas como de juguetes, hechos al antojo.

Una etapa en tres pasos

La producción literaria para niños de María Elena Walsh –interferida con presentaciones teatrales y televisivas– ocupa, en rigor, un momento acotado de su tarea como creadora. En una reciente entrevista periodística, ella misma ha manifestado que “he tenido siempre una costumbre, no demasiado voluntaria, de cambiar las etapas. Es como si se agotaran. Entonces hago otra cosa”. No obstante, su andar creador “en etapas” no implica transformaciones éticas ni estéticas: solo las desplaza el temor al autoplagio o al agotamiento discursivo del momento.

En nuestra condición de lectores, y embarcados en la metafórica “nuez”, podemos observar la variedad de marcas –sociales, estéticas, literarias: conservadoras, transgresoras– que sus textos infantiles reflejan, justificando, luego, el cimbronazo en la literatura infantil argentina. Toda literatura es un ejemplo de itinerancia: la de Walsh para los niños podríamos recorrerla en tres pasos: La edad de oro, La cárcel de la palabra y El reingreso al paraíso.

1. La edad de oro

Durante su niñez María Elena Walsh goza de un mundo familiar pródigo en afectos y en las estimulaciones propias de un barrio suburbano. Esa circunstancia le permitió ganar confianza en los animales, las plantas, la música, los libros. Gracias a su padre –de ascendencia inglesa e irlandesa– gozó de buenas lecturas: Dickens, Perrault, Verne, Lewis Carroll, y aprendió a “jugar a las rimas y a las adivinanzas en inglés y en español como si las palabras fueran otros tantos juguetes”. Una afortunada relación entre naturaleza y cultura que le significó la asistencia al teatro de variedades, al de Podrecca, al circo, a los museos, a los corsos de Carnaval. Se confiesa “hija de Jeannette MacDonald” y admiradora de otros astros norteamericanos, como Fred Astaire y Ginger Rogers, porque, según explica ella misma, “como en tantas familias de esa llamada clase media, en general se consideraba que lo extranjero era mejor que lo nacional”. Este tiempo dorado sobrevivirá en el espíritu de Walsh como una apretada serpentina de papel que lanzará más tarde.


2. La cárcel de la palabra

Un enunciado tan simple como “quisiera ser la hija de Lewis Carroll” enmarca tanto su pasión por la rima y la medida como la búsqueda de su propia libertad.

Para la Walsh la pubertad y la adolescencia serán “la edad siniestra”. Se gradúa en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano y, en 1947, publica –en edición de autor, con una tirada de 500 ejemplares– un libro de poemas, Otoño imperdonable: el núcleo literario La Nación la aclama, al igual que muchos escritores reconocidos: Mujica Lainez, Eduardo Mallea, Verbitsky, Ángel Rama. Al año siguiente, el español Juan Ramón Jiménez, fascinado por su poesía, la invita a su residencia en Maryland, Estados Unidos. Las experiencias de esos años –“un bachillerato sin diploma”, confesará ella misma– quedaron registradas en notas para la revista Sur, que dirigía Victoria Ocampo, y para la entonces prestigiosa revista El Hogar.

Publica luego otro libro de poemas, Balada con ángel, y una plaqueta, Apenas viaje, de perfectos sonetos para una controlada tristeza. Se diría que habita en una jaula y que le dan de comer siempre y cuando no reniegue de la convención y de las normas –estéticas y literarias– institucionalizadas. Sin embargo, ese encandilamiento que produce su poesía en los otros, “los grandes apellidos de las letras”, no la satisface ni la domestica; bravamente persigue su libertad, su autonomía de vuelo. Desganada por la ronda literaria, inicia el viaje que será, en más de un aspecto, de absoluta iniciación. No se priva para este acto iniciático de los necesarios elementos dramáticos, ya que la partida fue “con dinero prestado e intensa oposición materna”.

Llega a un París postexistencialista y descubre “que podía cantar profesionalmente a pesar de que mi única academia de canto habían sido las desprolijas tertulias familiares”. Vive allí cuatro años y conforma el dúo de Leda y María con la folclorista tucumana Leda Valladares, entonando los cantos que, durante el gobierno peronista, se habían popularizado en la capital. Se familiariza con los artistas de varieté y lleva una vida de trabajo duro y exigente, aunque alguna vez hayan estado entre el público Picasso, Chaplin o Prévert. Durante esos años Walsh conoce íntimamente el auge y el ocaso del espectáculo, la explotación de los artistas, los varios rostros de “las manos negras” a que está sujeta la cultura popular.

Entonces, en ese lugar, y sin saber por qué, se inicia en versos para niños: “me encontré con huellas, hasta olores, muy conmovedores, de infancia, sobre todo en España y en Inglaterra: soterrados esplendores familiares”. Los barrotes de la jaula original están ablandados y a punto de caer: la transgresión de Walsh se aproxima y sus palabras, diminutos juguetes, recortarán, en una operación casi anarquizadora, el horizonte de la tradición cultural y del sistema literario establecido.

3. Reingreso al Paraíso

En 1956 regresa a Argentina con un libro de poesía para niños, Tutú Marambá, pero no encuentra editor. Tres años más tarde musicaliza algunos poemas y organiza la comedia musical Los sueños del rey Bombo, estrenada por el director Roberto Aulés. Además del teatro y por invitación de la directora María Herminia Avellaneda, ingresa a la flamante televisión nacional y presenta a dos de sus personajes más famosos: Doña Disparate y Bambuco. Un año después logra editar su Tutú Marambá, gracias a un subsidio del Fondo Nacional de las Artes.

Entre los años 1960 y 1966 publica su obra fundamental: El reino del revés, Zoo loco, Dailan Kifki, Cuentopos de Gubulú y la antología de textos folclóricos Versos para cebollitas. Hostigada por la curiosidad de los niños acerca de su vida, al publicar su libro de cuentos Chaucha y Palito (Sudamericana, 1978) incluye “El cuento de la autora”, una amena autobiografía, que será amplificada luego convenientemente en un libro para adultos, Novios de antaño, publicado por la misma editorial trece años después.

Pese a un tono mesiánico, María Elena Walsh se propuso con su poesía reconstruir o reinventar una tradición rota o fragmentada; reconstruir datos de la propia infancia y reconstruir la infancia de los niños amenazados en su inocencia por toda una sociedad insensible. Esta perspectiva de la literatura destinada a los niños que puso en marcha su obra señala la ruptura de límites y las inversiones de las jerarquías, creando en el receptor una sensación de libertad y de gozo. Esos desbordes de los significantes textuales que encontramos en su poesía y en sus cuentos, esas alteraciones del orden, producen un inefable sentimiento de poder.

La adscripción de Walsh al nonsense la instala, a la vez, en el centro de una tradición literaria victoriana, la de Edward Lear y Lewis Carroll, y ligada, como ya hemos dicho, al rumor de su propia infancia. También, es posible suponer, constituyó un acto de evasión reflexiva, que la introdujo en el mundo de los “subgéneros” y le brindó un procedimiento ideal para unir juego, poesía y humor. A esta apuesta, que la emparienta sin duda con el universo de Carroll, yuxtapone la tradición española y su picardía, y “nacionaliza” la invención, desplazándola de su origen extranjero para darle carta de ciudadanía argentina. Las voces de los textos, la respiración y el espacio eran, definitivamente, los de su tierra.

En ese acto de descolonización cultural, María Elena Walsh rehizo la infancia de todos, grandes y chicos, dejó que las palabras tomaran la iniciativa y que arriesgaran las fábulas extraordinarias de la vida común, despidió la infalibilidad de los referentes, arriesgó paradojas y contradicciones aparentes, contrastes y tautologías. Gracias a esas singulares maniobras retóricas, los niños se despertaron siendo niños y defendidos como tales: ni modelos de hombre ni ventrílocuos del adulto.

En breve, si enumeráramos las conquistas estéticas y literarias obtenidas por María Elena Walsh e incorporadas al corpus literario infantil de Argentina, subrayaríamos que:

• Instala la función poética del lenguaje en una escritura literaria hecha a propósito para niños.
• Legaliza a los niños como intérpretes y actores de sus textos literarios.
• Ignora el didactismo: sus textos son cosquillantes, gratuitos, autónomos.
• Desaloja los diminutivos como recurso textual significativo.
• Incorpora el humor en tanto refuerzo del disparate.
• Permite el renacimiento del gusto por la poesía y la canción popular en los niños.
• Renueva la polémica sobre géneros mayores y menores de la literatura y literaturiza desde la marginalidad y lo popular.

Amén de importantes distinciones de carácter nacional e internacional por su producción literaria, que incluyen el galardón de Altamente Recomendada (Highly recomended) que le otorgó el IBBY en 1994, María Elena Walsh logró, en 1979, una contundente resonancia con ese auténtico best-seller periodístico que fue el artículo contra la censura escrito durante la dictadura militar en la Argentina: Desventuras en el País Jardín de Infantes. Desde esta línea ética tan coherente, Walsh, apostando a favor de la verdad y de la solidaridad, integra en tiempos democráticos y junto a otras destacadas figuras del país, la Comisión Nacional de la Desaparición de Personas (CONADEP, 1984), cuyas investigaciones quedaron resumidas en el libro Nunca más, donde se recogen los testimonios en torno a torturas y desapariciones durante la dictadura y que constituye una de las más formidables herramientas de la memoria argentina.

Pese al tiempo transcurrido desde su autoclausura de la producción infantil, el “efecto Walsh” permanece revulsivo –aunque en diferente grado de intención– entre los escritores que no niegan su influencia inicial y entre la gente común, que siente una infancia cantada, todavía, por ella.