Escribir para niños: claves y pretextos

Liset Lantigua

Yo tuve un tí­o que jugaba a la magia y era cartero. Le decí­amos Lolo, el tí­o Lolo. Como a los quince años se cayó de un caballo en pleno galope. Después de eso perder la vista fue solo cuestión de tiempo. Pasados unos años, Lolo casi no veí­a nada, pero seguí­a siendo cartero. Cuando lo conocí­ habí­a dejado de trabajar y de aquel pasado vidente quedaban la bicicleta y sus libros. Algunos, como cualquiera que ve hasta el último de sus dí­as, no los llegó a leer. En un lugar del librero estaba la radio, y cerca un taburete que él ocupaba para asistir a las radionovelas y a la música, y a los noticieros ¦ Lolo conocí­a su casa de memoria.

Podrí­a decirse que conocí­a la memoria como si el trayecto desde la ceguera se hubiese tornado inverso: hacia lo remoto, hacia las edades que habí­an quedado atrás, hacia la infancia. Esa, creo yo, fue la razón por la que Lolo, al quedarse ciego, aprendió a jugar a la magia. Hací­a sus trucos para nosotras, que éramos chiquitas y lo admirábamos porque hasta entonces no sabí­amos de otros magos que hubieran perdido la vista. í‰l era el más mago de todos los magos. Admirábamos aquella oscuridad en la que lo veí­amos recorrer los lugares sin tropezar, a plena luz del dí­a, aunque habí­amos oí­do a abuela lamentar la clase de ceguera de Lolo, que -era como tener los ojos cerrados y los puños sobre ellos . No tení­amos ninguna conciencia de su incapacidad porque quien desaparece monedas y adivina el dí­a de los cumpleaños antes de que lo anuncien los calendarios, y hace brotar trabalenguas de un caudal infinito y renovado no puede ostentar alguna incapacidad. Además, Lolo era feliz. Lo fue mientras pudo, pero justo en ese tiempo nosotras éramos chicas y disfrutamos de la gratitud con la que él recibí­a la vida desprovisto de muros, de paredes, de techo, como si nada lo molestara ya; como si todo fluyera en un orden preciso: servir el agua, tejer sombreros de paja junto a su madre, escuchar la radio, distinguir en las voces amigas cualquier inflexión que lo volviera casi un clarividente: -Algo te pasa hoy, estás triste , -¡A qué soñaste algo feo! .

Todas las preocupaciones ajenas iban a parar a aquel inmenso túnel que mi tí­o tendí­a entre él y la gente como una insinuación al consuelo. Pero nosotras no tení­amos ningún pesar, ningún sufrimiento. A lo sumo renegábamos de nuestras obligaciones: bañarnos, comer, hacer tareas, dormir a una hora, mantener un mí­nimo de orden en nuestras cosas, resolver los conflictos sin lastimarnos con los juguetes, que eran rusos y dolí­an. Por eso Lolo era nuestro. Estaba de nuestro lado, era nuestro cómplice, nuestro amigo, nuestro tí­o joven, maravilloso, inteligente, sabio, cómico, encantador, y lo amábamos. Cuando pienso en aquella cercaní­a y trato de entender ciertos gustos de ahora, ciertas recurrencias poéticas, infantiles, melancólicas y hasta sublimes no puedo dejar de evocar la presencia de Lolo, tan pulcro, tan impecable como si del recuerdo viniera también ese don de parecer prolijo sobre todas las cosas; él y su distancia que era una agradable invitación a llegar, a tomar asiento en el piso y jugar con las viejas postales que habí­a traí­do a casa cuando era cartero, y con botones de colores, y con las hierbas con las que curábamos las peores enfermedades del mundo: gripe y dolor de barriga. Siempre desde la mecedora, dueño de breves silencios, profundo y perentorio aunque solo se tratara de jugar y de recibir la aprobación de nuestro asombro. Ahora mismo, explicar por qué vuelvo a esta zona lejana de recuerdos si tengo que hablar de mi literatura es apenas posible. Nada de lo que he sido o hecho responde a un momentáneo accionar de palancas o mecanismos. Lo cierto es que cuando por primera vez tomé el lápiz y esbocé aquel poema inicial sabí­a que no era el primero, que lo habí­a tejido despacio, en silencio, entre retazos de flores, y angustias y augurios, y deseos de verme de una buena vez más allá del espejo que parecí­an tener como catorce años y volver invisible todo lo que se moviera con esa edad, y algo de eso era yo. Aquel primer poema era muchos esbozos, muchos fragmentos arrugados en la mano delgada de la noche lezamiana de la isla. Lo mismo sucedió con el primer amor y con todo lo que demarca el arquetipo de la historia personal de ˜la primera vez ™. Antes hubo otras bodas, otras muertes, otros viajes definitivos. Por eso vuelvo al punto en que junté metáfora y retozo, y en eso está mi tí­o, andando a tientas ya por la vejez, no por otra cosa; y si un comienzo hay es esa instancia en la que su mirada y la mí­a fueron una sola, porque de alguna manera en su representación de la realidad estaba el mundo que entendí­a, él único que conozco aún, otra imitación de la vida, tan inmanente y tan lí­rica y tan de lo remoto como pueden serlo la mirada de una niña y de un hombre que ha perdido la facultad de ver. Ese es quizá el primer pretexto, el de haberme acercado a las cosas por medio de una doble experiencia de juego y lirismo unánimes y categóricas como para fundarse como se fundan las lozas de la niñez, y los patios, y los adoquines. Parto de ese reducto lejano y usual que puso norte a mis preferencias, y me esfuerzo en lo cotidiano por abstraerme de cuanto desentona con esa madeja de flores silvestres, de palabras y lluvias vespertinas y que sigue siendo en toda su extensión el suelo. En esa cercaní­a con la tierra de la que hablaba Sábato, figura la posibilidad de lo poético, aunque algunos piensen que la poesí­a es más de lo etéreo. Sin embargo el universo infantil aparece como un contrapunto en el espectro de sublimidades y subjetividades que me convoca; lo misterioso es que revele al mismo tiempo la esencia de la poesí­a, que sea el conducto por el que surge esa distorsión en la que confluyen la mirada cegada y su trayecto inverso y la clarividencia con la que a veces acertamos y somos un poco dioses. Entonces creo que sobre todo la infancia es consustancial a la poesí­a, lo es como lo es la mirada inicial y consciente del mundo, de las cosas: esencialmente metafórica. Ese es mi mayor pretexto si se quiere, porque con la metáfora juego y con la infancia construyo la poesí­a más seria, la más honesta dentro de una lógica en la que los sí­mbolos vienen a ser más duraderos y más precisos que los que se sujetan a la lógica clásica. No van a decirme que el ˜puerto ™ ahora es el puerto, o que ˜navegar ™ sigue siendo navegar, o que ˜desconectarse ™ es hoy en dí­a desconectarse (de ser así­ todos estarí­amos muertos o serí­amos poetas). No, no es lo mismo. Bienvenido el juego, bienvenida la poesí­a entonces, bienvenida la vida. Hace poco Gente Nueva publicó mi poesí­a infantil, escrita en la isla entre los 17 y los 18 años, cuando no soñaba aún en ser mamá, o acaso sí­ porque mi primo Javier me habí­a dicho que todas las mujeres tenemos un hijo en la barriga del tamaño de una hormiga desde que nacemos. Esa era toda la maternidad que disfrutaba entonces. Cuando pienso en esas tardes adustas de biblioteca y verano y me veo escribiendo los poemas del libro que hoy Cuba publica no veo a la niña, veo a una muchacha empeñada en jugar con la hoja. Cuando veo el montí­culo de arena de la portada y los cangrejos y la brisa que dibujó el ilustrador siento que el mar se aproxima, que va a besarme los pies otra vez, como lo hizo siempre. Yo juego todo el tiempo. Sé que mi obra no se debe exclusivamente al hecho de que la hormiga haya crecido de verdad y ahora sea grande y se llame Pamela. Se debe a que yo creí­ en ella y la deseé con toda mi alma, como se desean las cosas a los siete años. En esa salita de juegos y de sueños me quedé, y desde ahí­ he seguido deseando las cosas. Solo después voy tras ellas por la vida o por la hoja, según, sin más pretextos.

Otra cosa es desmontar el mecanismo complejo de ese reloj para encontrar sus claves. Esto funciona así­ porque ¦ Lo que labra el camino en la hoja es también el acervo. Cierro los ojos y siento el modo agradable con el que mi tí­o, por ejemplo, hilvanaba las frases, las ideas. Regreso a Martí­, a sus estructuras; a la belleza de un cochero que se pintó de azul; a los grandes poetas de mi patria que fueron la fuente en la que puse mis labios por primera vez (aquí­ si hay una primera vez); y siento que no puedo acercarme a la palabra por otras sendas. Que me perdone el mercado. No voy a ser una escritora comercial si debo claudicar a la premisa de que la forma lo es todo, o casi todo (que no es lo mismo ¦). Esta es mi angustia perentoria, mi tristeza. Yo soy poeta y soy escritora de Literatura Infantil; me importa la palabra, sus ademanes, sus rasgos, sus ojeras, su risa y sus lágrimas de cocodrilo, su cintura de lagartija, su agua que puede ser la miel o puede ser la sal glorificada del desconsuelo. Esas son mis pulsiones. Cuando un libro mí­o en proceso editorial comienza a abrir los ojos de los correctores que buscan el sentido de una redacción correcta y lo confunden todo, yo me siento a llorar junto a las lagartijas y a mis juguetes rusos. Y cedo un poco y sufro eternamente por una palabra, por esa sola palabra que amasé y reinventé para mi contexto, sin pensar que iba a ser la daga en los ojos de mi corrector, una daga rusa peligrosí­sima. Por lo demás, mi hormiga hija, que ya creció, y mis afectos cercanos saben que juego. Y una persona que juega no puede ir a la hoja en blanco en busca de solemnidades: lo sagrado va y viene como va y viene el aire de la memoria con sus otoños minúsculos. Cuando pienso en la obra se posesiona en mí­ automáticamente el juego de las relaciones en las que esos nuevos individuos defienden su vida con el único alimento que les proporciono: la poesí­a. Sin en ella, Gato no hubiera sido capaz de sobrevivir al hundimiento del Titanic, y Triplecutis no hubiera pensado que la nieve del verano era caliente, demasiado caliente. Paradójicamente una entra en ese juego de sincroní­as en el que la seriedad es la clave del éxito, del respeto; pero secretamente y entre nosotros: un juego es un juego. Algunos no saben que juegan y por ese ignorar llegan a grandes y logran parecerse a los monumentos. Los que sabemos que vivir es jugar, crear es jugar, amar es jugar, cuando iniciamos la transubstanciación quijotesca, subsanadora de una verdad que no debe ser subsanada, dejamos de escribir y morimos. Lo sé, la verdadera vida se imita en el texto y a veces leva el puente hacia la maravilla: todos hemos visto el abismo que media entre los sueños y la realidad contaminada por ruidos y humo. ¿Cómo jugar después, inclinados ante ese rí­o nocturno, pendientes de la otra orilla que parece alejarse en los espejismos? No sé, en esas ocasiones me he sentado a balancear las piernas en el vací­o, segura de que la hoja en blanco fue también espejismo, que todo es espejismo, que no debo jugar, que el mundo es un asunto serio, peligroso, enconado, demasiado estridente y con espinas. Y pasadas las horas, los minutos, los dí­as, las estaciones, vuelvo a sentir que mis piernas se han tornado péndulos, despierto de la larga muerte y abro la boca para que el pajarito que canta la media hora anuncie que el juego ha empezado otra vez.