Detalle de la ilustración de cubierta realizada por Ray Cruz para 'Alexander y el día terrible, horrible, espantoso, horroroso', de Judith Viorst.
  • Detalle de la ilustración de cubierta realizada por Ray Cruz para 'Alexander y el día terrible, horrible, espantoso, horroroso', de Judith Viorst.

Mamá y el día terrible

Legna Rodríguez Iglesias
Ha sido un día terrible, horrible, espantoso, horroroso.
Mamá dice que algunos días son así.
Inclusive en Australia.
Judith Viorst

Ya no me acordaba de cómo era eso que hacen los niños, incluido uno mismo cuando lo ha sido. La preciosidad de hacer como que están leyendo cuando apenas aprenden a hablar. La preciosidad de tomar un libro en las manos, abrirlo, y empezar a descifrar imágenes. Pero mejor aún, la exquisitez de aprender el texto de memoria, de cuando mamá o papá leen ese libro en voz alta, y hacer como que están leyendo, eligiendo palabras claves que, mientras pasan las páginas disparatadamente, haciendo una lectura demasiado perfecta y sensitiva de un texto que aún no pueden leer.

Ya no me acordaba de la sensación de leer el mismo libro durante un mes entero, por el solo placer de entenderlo, poquito a poco, el placer del entendimiento. Desear abrir el mismo libro todas las noches, para comprobar que las palabras y sus sujetos siguen estando en el mismo lugar; que la página dos sigue teniendo la misma ilustración; que la página tres sigue diciendo lo mismo; que en la página cuatro alguien se va a enfurecer y que en la página cinco va a pasar algo terrible.

Ya no me acordaba de la experiencia repetida de una misma lectura a una misma hora los treinta días del mes. La lectura como juego, como disfrute, pero sobre todo como ritual. El ejercicio de la repetición y de la fijeza a una edad donde la conciencia es muy objetiva, donde el ser humano no pretende nada, solo sentirse bien. Ver cómo la lectura y el entendimiento que provoca esa lectura, hacen sentir bien, dan placer y plenitud.


Tampoco me acordaba de lo que era irme a vivir sola. Esta vez, como una Astrid Lindgren caribeña, salvando la distancia, me fui a vivir sola aunque no estaba sola del todo. En realidad estaba muy bien acompañada. Me acompañaba un niño. El niño en este caso es lo más importante de la historia, porque no era un niño cualquiera, sino el único niño mío en el mundo, lo único que me pertenecía en toda la Vía Láctea y todas las vías posibles.

Una mamá soltera que se va sola a vivir con su hijo corre el peligro de ponerse muy ansiosa, sabiendo que la responsabilidad que pesa sobre sus hombros es ahora mayor. El niño al que me refiero, además, no es un niño común y corriente, es un ser humano inteligente y hermoso, del cual estoy muy orgullosa, pero sobre todo es un ser humano al que lo rodea un aura tanto de nobleza como de travesura. Es algo así como un diamante. No sabría decirlo en otras palabras. De hecho, no hay palabras para decir nada acerca de un niño que es de uno. Eso solo hace que aumente la ansiedad. 

En mi caso, me interesaba mucho que ese niño se hallara rodeado de muchos libros desde el primer momento. Los muebles nuevos que le compré fueron una cama, un librero y una escalerita, para que se subiera a ella a lavarse los dientes. Al final, los dientes se los sigo lavando yo, porque aún es pequeñito y quiero cerciorarme de que no quede ninguna cáscara de comida entre las muelas.

Así fue como de pronto, sin que yo supiera de qué se trataba, un libro de tapa dura, con forma horizontal y dibujos en blanco y negro, formaba parte del librero de mi hijo, gracias a que yo misma lo salvara de la basura después de recogerlo en uno de los compartimientos de donaciones de libros para niños donde debo hacer mis recogidas. A eso me he dedicado este año, a distribuir libros en centros infantiles y a recogerlos, las menos de las veces, cuando los donan.


Lo más extraño de este libro era su nombre. Un nombre larguísimo lleno de adjetivos. Un nombre muy singular. Tanto, que su contenido y su nombre han empezado a formar parte de mis libros preferidos para niños y de mis libros preferidos en general. Ojalá que para mi hijo sea así también. 

Podría anunciarlo con un altoparlante, pero el niño está dormido en su camita y no puedo hacer ruido. El libro del que hablo se llama: Alexander y el día terrible, horrible, espantoso, horroroso. La edición es de 1989 y está traducido por Alma Flor Ada.

Su autora, Judith Viorst, escribió el libro originalmente en inglés, ilustrado por Ray Cruz y lo publicó por primera vez en 1972, si mal no recuerdo. Antes de que empiece el cuento, porque se trata de un cuento ilustrado, hay una dedicatoria: para Robert Lescher, con afecto y gracias. Toda esa información me la sé de memoria, aunque la memoria a veces falla. 

En la sala del nuevo apartamento, diminuto y limpio, puse tres libreros que cubrían la pared frente a la puerta, dos butacas con una mesita y un balance. En el balance lo mecería y le leería cuentos para dormir. Así que saqué aquel libro aquella primera noche y empecé a leer, cautelosa, desconfiada de semejante título y de semejante horizontalidad, en todos los sentidos.

Asombrada, leí la primera oración y mi hijo se irguió en mi regazo, prestando más atención de lo que hubiera imaginado. Yo también presté atención: el orden de las palabras y las ideas que nos ponían delante parecían sacados de nuestra realidad, el libro nos venía como anillo al dedo. Un anillo atractivo pero apretado, difícil de sacar a no ser enjabonando el interior del aro.

Sentí que mi hijo se veía reflejado, inconscientemente. Porque el niño de la historia estaba pasando un día terrible, como tal vez, sin saberlo, también lo estaba pasando mi hijo. Su madre acababa de sacarlo de un espacio conocido, donde había animales y una segunda persona que él conocía desde que nació; para ponerlo en un espacio, por así decirlo, vacío. Un espacio que había que ir llenando.

Para mí significaba exactamente igual. Todavía estuve meses sin poner un solo adorno en las paredes, sin poner un solo espejo, acostumbrándome al espacio nuevo y pensando que las cosas podían estar saliendo mal, algo que también es natural, como le pasa al niño de la historia en cuestión. 

El niño de la historia vive con su familia: mamá, papá y dos hermanos. Pero el día que se cuenta es un mal día, porque desde que se levanta, lo hace con el pie izquierdo; dicho de otro modo, desde que se levanta todo le sale mal. A Alexander, el niño de la historia, le dan deseos una y otra vez de irse a vivir a Australia; dicho de otro modo, le dan deseos de irse bien lejos de ahí. Él cree que yéndose a Australia sus problemas se resolverán. Es un pensamiento lógico y mi hijo me preguntó: mamá, dónde queda Australia. Entonces lo entendí: muy lejos, mi amor. Otra noche de lectura mi hijo preguntó: ¿cuándo vamos a ir a Australia?


Cada noche antes de dormir, yo preguntaba qué libro íbamos a leer y mi hijo me decía, entre pícaro y obvio: Alexander. Un mes entero leímos Alexander y el día terrible, horrible, espantoso, horroroso. Pude ver el proceso de aprendizaje completo y reírme recordando cómo yo también lo hacía. Al principio se equivocaba, preguntaba lo mismo mil veces, apuntando a los dibujos: mamá, ¿cuál es Alexander, cuál es Anthony, cuál es Nick?

Mi hijo se aprendió pasajes enteros y yo me daba cuenta de que no se los aprendía en orden. Se aprendía las cosas que más le interesaban. La parte donde están desayunando y Anthony, el hermano mayor de Alexander, se encuentra un modelo para armar de un carro Corvette raya en su caja de cereal; Nick, el hermano del medio, se encuentra un anillo de Agente Secreto Juvenil en su caja de cereal; pero él, Alexander, lo único que encuentra es cereal en su caja de cereal. Luego, por supuesto, cree que lo mejor es mudarse a Australia.

Así hasta que llega la noche y el día de Alexander es en realidad un desastre. Las cosas malas no paran de pasar hasta que Alexander no se duerme. Yo me reía leyendo y al mismo tiempo me partía el alma pensar que mi hijo podía sentirse, como parte de una experiencia de adaptación y crecimiento, en algún punto, como Alexander. Yo misma, en mi propia experiencia de adaptación, crecimiento y maternidad, me sentía, en algún punto, como Alexander. Y solo gracias a Alexander estaba viéndolo delante de mí. Yo también me quería ir a vivir a Australia.

Un día vino un amigo y mi hijo le empezó a leer Alexander y el día terrible, horrible, espantoso, horroroso. Mi hijo tomó el libro, lo abrió y pasó el índice por las líneas de palabras, diciendo de memoria que Alexander esto y Alexander lo otro. Mi amigo, un hombre inteligente y de una protuberante nuez de Adán, se rió, pero también se asombró y se quedó unos segundos en pausa. Debió haberse acordado de él mismo siendo un niño, leyendo en voz alta libros preferidos de memoria. Al final nos preguntó: ¿cuándo vamos a ir a Australia?