Un Quijote vino a verme

Gonzalo Moure
Comienzo a escribir estas palabras con la misma idea con la que he escrito la mayoría de mis pequeños libros; es decir, con el compromiso conmigo mismo de no pronunciarla si al escribirla no descubro algo nuevo o, al menos, puedo intentar descubrirlo con todos ustedes. En otras palabras, no escribir por lo que ya sé, sino escribir para saber lo que aún no sé, o intuir algo que aún no sé; para que al menos intuyamos juntos, el oyente y yo, algo nuevo. Y si no lo consigo, si acabo de escribirla sin encontrar ese algo que me despierte, que nos despierte a todos, dejarla, incluso borrarla y volver a intentarlo, porque ¿qué aportaría entonces, si ya  he ido contando en muchas ocasiones lo que ya sé y lo que otros saben, sin que a nadie pareciera importarle demasiado? ¿Para qué les haría perder cuarenta y cinco minutos a todos ustedes si yo fuera el primero en tener la sensación de irlos a perder, por no hablar del tiempo usado para escribirla, que es mucho más que una hora? Decía Isak Dinesen que escribía cada día sin esperanza, pero sin desesperanza. Yo matizaría su confesión; la matizo, y digo que escribo ahora desesperanzado y con esperanza. Desesperanzado porque lo que yo encuentre en este tiempo tampoco será importante. Poco o nada. Tomo una cita de T.S. Eliot usada por Carlo Frabetti en su libro El tigre de Tarzán: “No dejaremos de explorar y al final de nuestra búsqueda llegaremos al punto de partida y conoceremos el lugar por primera vez”. Pero esperanzado porque tal vez avance un centímetro, qué se yo, en un átomo de pensamiento nuevo. Como el preso que trata de limar los barrotes con un cepillo de dientes afilado sabiendo lo inútil de su empresa, pero con la esperanza de alcanzar algún día el horizonte, de salir de la celda. Un milímetro arrancado al hierro del barrote tras el que espera la libertad no es la libertad, hay que admitirlo, pero conduce hacia ella, por más despacio que sea.


Eso, la libertad, me recuerda que contaba no hace mucho a un grupo de escolares españoles algo que se me ocurrió mientras hablaba con ellos de la importancia de la lectura para poder conocer al otro, para poder saber lo que hay en cada camino, tras cada puerta y cada ventana, porque no otra cosa son los libros: caminos, puertas y ventanas para “ser el otro”, aunque sea durante la lectura, y para, por fin, poder elegir el futuro y conquistar el presente: para ser libre. Era la historia de un potro que pasaba sus tristes días encerrado en una cuadra con otros caballos. Salía una hora o dos al día para obedecer a un tipo de dos pies que se montaba en él  y le obligaba a hacer lo que él quería hacer. Que lo castigaba y golpeaba con una fusta y unas espuelas si no lo hacía, y si lo hacía también. Pero un día una puerta se quedó abierta y el potro salió de la cuadra al amanecer. Encontró un punto débil, o más bajo, en la valla que rodeaba las cuadras y la saltó sin dificultad. Probaba por primera vez en su vida algo parecido a la libertad, una sensación que dormía en el fondo de su memoria genética desde los tiempos en los que los caballos vivían en la Tierra sin más límite que la amenaza de los depredadores, antes de que apareciera el bípedo que lo domó y le privó de la libertad. El potro trotó por los campos cercanos hasta que encontró otro cercado en el que pastaba o dormitaba una yegua joven, una potrilla baya de aroma arrebatador. Se acercó a la valla y la llamó. Se olieron uno al otro, relincharon, hasta que el potro le enseñó a saltar la valla. La yegüita lo intentó varias veces, y al fin lo consiguió. Y entonces los dos, felices, sintiendo un millón de nuevas emociones, trotaron por los prados hasta llegar a una playa. En ella vivieron algo parecido a la aventura y al amor. Galoparon por la orilla, levantaron nubes de espuma con sus cascos, se rascaron mutuamente la cruz y el cuello con sus dientes, unieron sus ollares para exhalar y aspirar sus olores más profundos e íntimos. Fueron felices aquellas horas, hasta que llegaron los humanos buscándolos. Espantados, los caballos trataron de huir, pero fue inútil. Al final los acorralaron, los lazaron, los separaron, les gritaron, golpearon y castigaron, y los llevaron a cada uno de vuelta hasta su cercado, donde fueron atados, y de nuevo esclavizados.

Pues bien: Cuando el potro y la yegua se vieron de nuevo en su encierro habían vivido la aventura más hermosa de su vida, habían probado el amor, y sobre todo habían probado la libertad. Y esas emociones, seguro, quedaron para siempre almacenadas en su mente. Nada menos que el recuerdo, la memoria de la libertad. Pero aunque hubieran querido contarles lo que había vivido a los otros caballos de su vallado, no podían. Un caballo no es capaz de contar una historia, de decirles a los demás caballos en qué consiste, a qué sabe la libertad. Por eso la perdieron, y con escasas excepciones en puntos remotos del mundo, son prisioneros. El hombre sí que puede contarles a los demás hombres a qué sabe la libertad. No solo puede, sino que lo ha hecho innumerables veces a lo largo de la historia, y en esos relatos estaban los materiales con los que el hombre abolió la esclavitud y consagró la libertad en sus constituciones nacionales. Sin el relato, sin la literatura, la mayor parte de nosotros seríamos aún esclavos, y ni siquiera este humilde discurso sobre la libertad sería posible. Para bien y para mal. Para mal, porque también el relato les ha permitido a los hombres contarles a los demás lo útil que es domar y esclavizar al caballo, a la vaca, a la gallina, al bosque, a la mismísima Tierra. 

Eso les dije a los escolares a los que hablaba: todos somos contadores de historias. Y cada vez que contamos una historia, cuando narramos algo que nos ha pasado o emocionado, estamos haciendo algo más trascendente: estamos diciendo qué es la libertad, o la prisión, el amor, la alegría o la tristeza. El día que acabó el confinamiento por la pandemia, todos los niños y niñas del mundo estaban deseando volver a su colegio para contarles a sus compañeros y amigos lo que habían vivido en ese tiempo, todo lo que habían descubierto de sus propios padres y hermanos, de sus vecinos, lo que habían cocinado, a lo que habían jugado, de lo que habían hablado, todo lo que antes estaba oculto bajo el peso del ritmo frenético de nuestras vidas modernas y de pronto les fue revelado. Y por eso que cada uno contó y escuchó de sus compañeros y amigos ya no son iguales que antes, han hecho descubrimientos esenciales: algo ha cambiado, seguramente para siempre, en sus vidas, o mejor, en su percepción de la vida. El relato de la pandemia, compuesto por cientos de millones de pequeños relatos, ha llegado a toda la humanidad. Todos, todos, somos contadores de historias, y al contarlas aportamos colectivamente algo nuevo a la evolución del ser humano. 

Entonces, ¿qué tiene de particular un escritor, si no hace más que lo que hacemos todos, contar historias, contar cómo nos vemos cuando nos vemos por dentro o lo divertido que era mi padre o mi hermano sin que yo lo sospechara antes de la pandemia? Nada, y mucho. Nada porque aunque no existiera la escritura el hombre seguiría contando historias, por señas o con la tradición oral, en torno a una hoguera. Mucho porque el escritor no es uno más, es un buscador de cosas nuevas que contar a los demás, y en esa busca está la semilla de algo nuevo que nos tiene que cambiar.  O ayudar a cambiar. Y, sobre todo, porque lo escrito queda para siempre, o para algo que se parece a siempre. Trabajo en los campos de refugiados del Sáhara Occidental, en África, donde la cultura y la tradición se han ido transmitiendo a lo largo de los siglos oralmente. Y ahí, sí, el repetido tópico de la biblioteca que se quema cuando muere un anciano, es dramáticamente real, porque en su mente pervivían historias que extendían sus hilos de plata hacia el pasado más remoto, y con esos hilos se tejía la identidad cultural de su pueblo. Pero con la llegada de la televisión e internet esos ancianos que antes transmitían esa sabiduría a sus hijos y nietos en las jaimas están muriendo sin poder completar su legado. Cuando contemplo en el melancólico atardecer del Sáhara un cementerio me invade la congoja por tantas historias, por tanta sabiduría disolviéndose en la arena. Cada lápida de piedra es la portada de un libro perdido. La única salvación de su herencia es el libro, la recopilación escrita, la investigación. Por eso trabajamos allí construyendo bibliotecas, para salvar del naufragio de la globalización y la banalización el tesoro de su cultura, como, por ejemplo, trata de hacer también en Colombia la Biblioteca de las Culturas Indígenas. La cultura europea se ha convertido en el único relato, en el relato triunfante en el mundo, gracias al libro, mientras que las culturas de los pueblos nómadas se han ido extinguiendo, han ido desapareciendo en las brumas del tiempo, en las arenas del desierto. Por eso es tan importante “darles el libro” a esas culturas nómadas antes de que sea demasiado tarde; trabajar en la lectura, y como consecuencia en la escritura, en todos los territorios, para tratar de equilibrar ese desequilibrio cultural, para que el relato de la especie humana se nivele, para que ninguna cultura perezca y así se haga más pobre la cultura humana. El niño que abre en una aldea remota un álbum ilustrado por vez primera es el escritor de mañana, el que nos hablará de su vida, el que nos permitirá ser él. Merece la oportunidad de salvar del naufragio global la narración de su abuelo. Merecemos todos los demás que ese niño progrese en cultura para que nos legue la sabiduría de su pueblo.


Cuando me hablaron de esta charla creí que me pedían un taller, la participación en un panel o, en fin, una charla más en el programa. Pensé entonces en hablar del más humilde y pequeño de mis libros, El oso que leía niños, un libro menor, sin premio ni distinción alguna, uno más entre los cientos de libros de la colección El barco de vapor, uno más entre los míos propios. Pensé en ese modesto libro porque cuadraba muy bien con el espíritu de este Encuentro de promotores de la lectura en el marco de la Feria del Libro de León, en Guanajuato: leer para conocer al otro, para reconocerse en el otro como base para los principios de la igualdad. Al fin y al cabo el oso que lee niños de mi cuento es un ser ficticio, prisionero en la jaula de un zoo ficticio, que al final recupera la libertad gracias a que es capaz de leer en los ojos del niño o la niña ficticia que está leyendo su libro. 


¿Ficticia? Veamos. Fue una idea heredada de mi madre, Carmen, que de niño me planteó esa paradoja: “Tú lees todo lo que le pasa a Pinocho o a Peter Pan, o a Wendy, pero entonces igual ellos, mientras tú lees, también pueden leer en tus ojos todo lo que te pasa a ti”, me dijo entonces. Y añadió: “Escúchale, porque a lo mejor podéis hablar”. La idea durmió en mi mente, hibernó, hasta que la promesa que le hice a un niño del Sáhara, indignado por el encierro de dos oseznas reales a las que fuimos a ver en su jaula, de escribir un cuento sobre un oso prisionero en un zoológico que conseguiría salir de ella y volver a sus bosques, la despertó. Nunca sé lo que va a pasar en la página siguiente mientras escribo. Igual que tampoco sé lo que va a pasar en la vida real al día siguiente mientras vivo, o mientras viva. Por eso llamo a lo que hago “escrivivir”. Es decir, escribir en la incertidumbre, dispuesto a enfrentarme a la página en blanco como nos enfrentamos todos al futuro en blanco de cada día. Así que con el pequeño oso encerrado en una jaula en mi cuento me detuve a pensar: ¿Y ahora qué? ¿Cómo llenar algunas páginas más con la monótona existencia de un animal encerrado en una jaula? Y fue cuando la idea que había sembrado mi madre en mi mente despertó como si la animaran los rayitos tibios del sol de la mañana: el oso leyendo sus vidas en los ojos de los niños ficticios, sí, pero también en los que algún día leerían lo que yo estaba escriviviendo; el pequeño oso hablando, dialogando con los pequeños lectores, el ficticio y el real. Y siguiendo esa idea es como, por fin, el osezno encuentra el camino de la libertad en el cuento. Lo encuentra en los ojos del otro, en los ojos de un niño en cuya retina está grabada la imagen del cazador que cazó al osezno, y así encuentra la manera de volver a su bosque. ¿Quién hace libre a quién?

Lo voy a volver a preguntar, para que no parezca una simple pregunta retórica: ¿Quién hace libre a quién? ¿El niño ficticio del cuento y su padre al oso, o el oso del cuento al niño real que lee su aventura? Este es el meollo de lo que intuyo y quiero acabar de descubrir, para deshacer la frontera entre lo ficticio leído y el lector real. Cuando leemos el Diario de Ana Frank nos vacunamos contra el odio racial, el que hizo que millones de judíos fueran exterminados en los campos de concentración. Dialogamos con Ana: Ana nos dice: “Nunca más”. Y nosotros, vacunados con su prosa hermosa asentimos y le prometemos: “No, Ana, nunca más”. Cuando leemos Don Quijote sentimos en lo más profundo que ser un soñador no es una pérdida de tiempo ni una locura. Dialogamos con él y nos enseña a soñar, a ser distintos en un mundo uniformado por las convenciones sociales, a ser libres de ser quienes somos, y nosotros le decimos que siglos después ser un soñador sigue siendo igual de costoso. Cuando leemos El Principito empezamos a pensar que no solo hay que mirar con los ojos sino también con el corazón para poder distinguir lo esencial de lo accesorio, y si es así como sentimos la vida nos sentimos liberados por el zorro del Principito, que nos dice que sentirla así no es un error, que los equivocados son los que solo saben mirar con los ojos. ¿Le contestamos? Claro que sí: “Tienes razón, pequeño zorro; muchas veces olvido lo esencial, deslumbrado por todo lo accesorio. Te prometo que trataré de mirar con el corazón”. Y él suspira, satisfecho, desde las páginas del libro. Páginas que parecen objetos inanimados pero que en realidad están llenas de vida. 

Ana Frank, el Quijote, el Principito, tantos otros, en realidad todos los personajes de todos los libros, nos hablan desde sus páginas y nos cambian, nos acercan a un ser humano mejor, más compasivo, más soñador, mejor buscador de lo esencial, o más rebelde ante lo injusto y lo más cruel. Ese enorme e inacabable diálogo con los personajes de todos los libros, desde la Odisea hasta el libro que reposa hoy en nuestra mesilla de noche, un diálogo que nos ha hecho como somos, nos hace prometernos a nosotros mismos ser un poco mejores. Dialogamos con Ulises, “el hombre de muchos senderos”, como lo define Homero, y también le enseñamos nuestros propios senderos.


Vuelvo al osezno de cuento para tratar de ir un paso más allá en el borrado de esa frontera entre lo ficticio y lo real. Mientras empezaba a escribir el texto de esta conferencia, una mediadora como cualquiera de ustedes trabajaba con escolares de un barrio marginal de Madrid, dentro de un programa maravilloso que se llama “Escribir como lectores”, de la Asociación Española de Lectura y Escritura, en colaboración con la Fundación SM, que propone exactamente eso a los niños: una lectura activa, que no se quede ahí, que vaya más allá, que suscite una respuesta en forma de escritura: se les puede pedir un final alternativo, una carta a alguno de los personajes, un capítulo nuevo, otro personaje… En definitiva, dejar de ser pasivo para convertirse conscientemente en activo, hacer suyo el libro. Una táctica muy creativa que hace que el niño, cada vez que lea un libro en el futuro lo lea con mucha más profundidad, no pasivamente. Y, claro, Ñum-ñum, el osito del cuento, le servía para eso, porque cada uno de los niños del colegio de aquel barrio marginal que leía el libro podía sentirse al mismo tiempo “leído” por él. ¿Qué veía el oso en sus ojos, qué veía en sus vidas? En el primer capítulo del libro el oso es feliz en sus juegos, con sus hermanos. Pero de pronto se oye un disparo y los pájaros huyen espantados, todo el bosque se conmueve. Y en la entrada de la cueva en la que Ñum-ñum jugaba con sus hermanos aparecen los cazadores. La mediadora, Laura, interrumpió la lectura en ese punto y les pidió entonces: “Imaginad que sois el osito. Habéis escuchado el disparo, los juegos se han interrumpido. Sombras oscuras se asoman a la cueva. Estáis asustados. ¿Qué veis?” 

Y uno de los niños dijo… Me cuesta repetirlo, pero ahí va:

—Un hombre que lleva un cinturón en la mano. Se lo enrolla así, con la hebilla de hierro hacia fuera.

Laura no quiso, o no pudo, seguir. Un hombre que se enrolla el cinturón en la mano y avanza hacia Ñum-ñum, o hacia el niño que imagina que es el osito.

De pronto el libro se ha invertido. Ya no es algo que ocurre fuera, sino dentro del corazón abrumado del niño. Se ha convertido en el oso, o el oso en él, y no ve la entrada de la cueva, ve la puerta de su habitación.


Dejemos a Ñum-ñum ya fuera, olvidemos de momento el libro, que no es más que un ejemplo. Un ejemplo de lo que sucede siempre que el lector logra zambullirse en lo que está leyendo. Un milagro. En este caso un milagro duro y terrible, pero en otros dulce y gozoso.

Lo que distingue al hombre del resto de las criaturas vivas es su capacidad de contar lo que ha visto, oído, sentido. Primero fue el gesto. Luego, según Jung, la música. Hasta ahí no éramos tan distintos. Los animales y las plantas también se comunicaban entre ellos, incluso entre especies, y el hombre era uno más en la naturaleza. Todos se comunicaban con gestos, con olores, con sonidos, con música. Pero vuelvo al caballo que probó la libertad. Se comunicó con la yegua, la invitó a saltar y así a que ella también probara la libertad. Pero no él ni ella pudieron contarles a los demás caballos lo que habían vivido. Es ahí donde el hombre se separó del resto. Cuando descubrió en el lenguaje más primitivo los primeros esbozos de esa capacidad para contar historias. Y así nació, por fin, la palabra. El sujeto, el verbo, el predicado. La historia. Y con la historia, la fantasía.


La fantasía no es más que un experimento. No es la realidad, eso está claro, pero es una creación de nuestra mente real y nos da las claves para construir una nueva realidad. No recuerdo quién decía que todo lo que imagina el hombre es realizable. Todas las niñas que visten de colores en todo el mundo son, en alguna medida, fruto del experimento de Astrid Lindgren cuando escribió Pippi Lansgstrup. ¿Cómo iba a ser algo real aquella niña que, en medio de la más grande y devastadora de las guerras de la historia, vivía sola, vestía con medias de colores y las trenzas ingrávidas en una cabaña, con un caballo con topos de colores y un pequeño mono como única familia? En aquel momento los niños de Europa no eran más que sombras sin color, con hambre, carne para picar con las bombas de unos y otros, y en ninguna cabeza racional cabía que en el futuro las niñas se parecieran en algo a Pippi. Pero Lindgren tuvo la valentía (y la osadía) de imaginar a una niña así. Tal vez por eso su libro fue censurado y prohibido en mi país, España, y supongo que en muchos de los países de ustedes, una, dos, y hasta tres décadas después. Entre los “binomios fantásticos” de Gianni Rodari, descritos en Gramática de la fantasía, cabría muy bien el binomio Niña-Caballo de lunares. Una tormenta de ideas surrealistas, pero que al fin transmuta los tonos grises en colores, el dolor de la infancia transmutado en la infancia como gozo, en un tiempo eterno, y no como fase de aprendizaje. Todo lo que imagina el hombre es realizable. O dicho de otro modo, o desde otro ángulo: La verdad es una mentira que aún no ha sido descubierta. Una idea que me ha servido para mantener jugosas y apasionadas discusiones, pero que encuentra su prueba en multitud de ejemplos, como por ejemplo que no hace tanto se enseñara en las escuelas que la Tierra era el centro del universo. O que era plana. El primer niño en aventurar que podía ser redonda ante su maestro seguro que se llevó un buen y magistral bofetón. 

Pero no es de eso, del ensayo de futuro posible que es toda obra literaria, con todo lo que me importa, y con tantas reflexiones a las que nos invita Astrid Lindgren desde el pasado, de lo que vengo queriendo hablar, sino del presente, de las invitaciones que le hace Pippi a cualquier niña que en estos momentos esté leyendo su libro, en Suecia o en Honduras. Habla Pippi, claro. Habla y habla, y sonríe y sonríe, pero no habla al vacío sino, si me lo permiten, al lleno. Al lleno de la niña que lee su libro y está llena de su propia vida, seguramente tan distinta de la que vive Pippi. O no, tal vez más parecida de lo que podamos pensar. Cuando Pippi levanta en el aire a su caballo de topos, el “Pequeño Tío”, le está diciendo a esa niña lectora que ella también puede levantar en el aire a todos los caballos simbólicos que quiera. Pippi se adelantó ochenta años y fue la primera heroína con superpoderes. Y tantas otras cosas, claro. Pero hay una de ellas que es la que me interesa, y en la que podemos encontrar lo que ando buscando: su padre. El padre de Pippi no está, como es lógico por sus obligaciones, puesto que es nada más y nada menos que el Rey de los congoleses. Y es ahí donde se empieza a producir el milagro del que estoy hablando: la niña de una favela brasileña, una chabola peruana o un tugurio colombiano cuyo padre tampoco está, sin siquiera darse cuenta también habla con Pippi, compara a su padre con el de Pippi, y tal vez propone que el suyo está en marte, cultivando choclo en inmensos campos amarillos. Y así como Pippi huye con su fantasía congolesa de la guerra que asolaba Europa cuando Astrid escribía sus cuentos, la niña peruana huye también de su propia guerra, de la desolación de su hogar. Y he aquí el milagro, las dos niñas, la de las coletas rojas y la del pelo negro cuervo están dialogando, se miran a los ojos a través de las líneas de las páginas del libro.


En la misma escuela del niño que imaginaba al cazador no con una escopeta o un garrote, sino con un cinturón con la hebilla para fuera, otro niño negaba que Ñum-ñum existiera. “No es real”, decía, casi gritaba, y todos en su clase alborotaban, “Está en el cuento, así que no es real”, insistía e insistía. Sí, le dije, tienes toda la razón. “Ñum-ñum es un personaje de cuento”, concedí. “Pero cuando lees su libro, ahí está, es real dentro del libro, y cuando lo lees escuchas lo que dice”. Poco a poco se fue haciendo el silencio. Les hablé entonces de dos ositas reales encerradas en una jaula porque los cazadores, los de verdad, habían matado a sus padres. Y de la promesa que le hice a un niño saharaui de escribir una historia en la que un oso huérfano, también encerrado, lograría volver a su bosque, y que la manera de regresar la encontraría en los ojos de otro niño que, como él, como los alumnos de ese colegio de un barrio marginal de Madrid, estuviera leyendo el libro. Silencio. Y creo que en ese instante el niño del cinturón con la hebilla para fuera lo entendió mejor que ninguno: sí, cuando compartió la angustia del osito que iba a ser metido en un saco, Ñum-ñum, a su vez, compartió la angustia del niño que había visto una y muchas más veces cómo se abría la puerta y aparecía un hombre enrollando el cinturón en su mano. 


Vaya, así que sí: Ñum-ñum no solo habla, también escucha, porque en la mente de ese pequeño lector el oso modifica su discurso y no dice que ve un garrote, dice que ve un cinturón. Los personajes de los libros nos cuentan sus peripecias, pero en nuestro fuero interno nos hablan de lo que nosotros queremos, de lo que necesitamos que nos hablen. Para postre, el niño que negaba la existencia real de Ñum-ñum ha hecho con unas pinzas una pistola, y me la ofrece para que se la dé al osito y así este se pueda defender de los cazadores. Entonces, le pregunto, ¿existe o no existe? Él duda un momento, pero al final lo entiende: sí, dice, al principio un poco confuso, después con fuerza: Sí. Y tiene razón, los personajes existen dentro de los libros, que es otra dimensión de la existencia, tan real como la dimensión física.


Se me dirá: No, quien nos habla desde el libro es su autor. ¿Seguro? Antoine de Saint Exupèry fue un gran misógino, depresivo, que seguramente decidió acabar con su vida intentando volar al asteroide ideal de su Principito, hasta que se precipitó en el mar y desapareció. No, Exupèry no nos habla, nos habla su personaje. Qué nos importa lo que hizo después de escribir aquella maravilla, qué nos importa la anodina vida de Franz Kafka comparado con lo que nos importa su Gregorio Samsa de su libro, La metamorfosis. Es verdad, tanto el uno como el otro vertieron en sus personajes sus emociones y sus obsesiones, pero al final lo importante son esos personajes. Sé bastante de ellos, porque me he interesado en saberlo. Pero, por ejemplo, no sé nada de Leo Lionni, el autor de un personaje que me ha iluminado la vida, el inolvidable Frederick que recolectaba colores y rayitos de sol para sus hermanos. Frederick habita en mi corazón mientras que su autor es un nombre borroso, sin pasado ni presente. Me importa un comino la atormentada y hambrienta vida de Emilio Salgari, y cuando releo su nota de suicidio, en la que acaba diciendo “Rompo mi pluma”, me refugio en sus Tigres de Mompracem, y revivo mis aventuras preadolescentes en compañía de Sandokán, que me dice una y otra vez, me sigue diciendo, que hay mil aventuras para vivir en el mundo, otra vez “el hombre de muchos senderos”. Y lo único que le agradezco como persona es que no hubiera decidido romper su pluma hasta haber escrito sus ochenta y cuatro novelas. Salgari mentía y decía que lo que escribía era fruto de sus experiencias vitales, cuando en realidad apenas salió de su Verona natal y escribió sus novelas en pantuflas y con una raída bata de cuadros para protegerse del frío, explotado por sus editores a cambio de un salario de hambre. ¿A quién creer, a quién escuchar, al valiente y aventurero Sandokán, o al pobre que escribía sin parar para llevar algo a la olla de su familia?


No, a los escritores nos trascienden nuestros personajes, y casi siempre estos hacen lo que nosotros no somos capaces de hacer, son valientes ante lo que nosotros somos cobardes, ellos son generosos y nosotros mezquinos. Voy a hacer un poco de psicoanálisis: En una ocasión escribí la historia real de un niño gitano cuyo padre estaba en la cárcel, y al ser analfabeto les escribía cartas sin palabras, llenas de dibujos en los que representaba el bien más preciado de los gitanos: la libertad, las estrellas como techo, la hoguera como ceremonia y vínculo. Y, sobre todo, aunque de manera inconsciente, lo que de verdad me movió a escribir aquel libro, fue que el padre le daba a su hijo, desde detrás de los barrotes de la cárcel, los abrazos que mi padre no me dio. ¿Quién habla en el libro, yo, o Maíto, el personaje, y su padre Panduro? Hablo yo, lo concedo porque sé que lo escribí, pero hablo desde la carencia de esos recuerdos, maravillado por la ternura de un padre delincuente y analfabeto, sí, pero sobre todas las cosas Padre, mientras que ellos, el hijo y el padre de la novela, hablan desde el calor y la fuerza de esos abrazos. Solo inventé algo en aquella historia: la escena en la que el padre sale de la cárcel y así pueden materializar ese abrazo. Escriviví ese libro para sentir por fin ese abrazo, pero lo escribí también para que abracéis hoy a vuestros hijos, porque al final de vuestras vidas vuestros abrazos serán contados: sumad uno más. Maíto siente todos esos abrazos, los que le envía su padre desde la cárcel, y el abrazo físico de ese último capítulo, el real. ¿Real? ¿No lo había inventado? Sí, real, por más dudas que seguramente tendría aquel pequeño incrédulo de un colegio de un barrio marginal de Madrid, puesto que así está escrito. Y si está escrito, esa es la verdad. Lo que está escrito ya es real para siempre. Por eso digo tantas veces, tan pesado, que no escribo, sino que “escrivivo”, y que eso que está escrito se vuelve real para el que lo lee. No me lee: lo lee.


Y en ese “lo” está todo. Lo, en vez de Me. Ello, en lugar de yo. “Lo verdad”.


Se me pidió abrir estas jornadas en las que ustedes hablarán, escucharán, debatirán sobre “Lecturas diversas, incluyentes e igualitarias”. Y me parece un gran enunciado, lleno de promesas. Pero todos corremos un gran peligro cuando pensamos en lecturas igualitarias, porque inconscientemente estamos consagrando la desigualdad. Imaginen un colegio de niños ricos, o al menos de familias acomodadas. El maestro les propone leer un libro cuyo protagonista es un niño pobre. Y lo disfrutan, y hasta tal vez derramen una lagrimita: porque “él” (o “ella”) es pobre, y yo no. Si yo fuera uno de ustedes, que consagran su vida a la lectura de los pequeños, huiría de la literatura que presenta al otro ante el lector con la misma superficialidad de un noticiario de televisión. Cuando vemos en uno de esos noticiarios a un niño preso en una de las jaulas de Trump, o cuando vemos la terrible imagen de aquel niño migrante ahogado en una playa del “primer mundo” sentimos pena, y hasta dolor, pero seguimos en nuestra casa, en nuestro confort. Por el contrario, cuando leemos, y no es más que un ejemplo entre muchos, Alma y la isla, un impresionante y tierno libro de Mónica Rodríguez, no vemos a la niña Alma en la lejana pantalla de un noticiario, la vemos por dentro, sentimos con ella, lloramos la muerte de sus padres y sus hermanos con ella: somos ella. Y el mundo cambia, se da la vuelta, como un calcetín; sirve lo mismo para proteger y calentar el pie, pero la marca impresa ya no está a la vista, el calcetín es el mismo pero todo ha cambiado. Lo que parece una paradoja es que la autora partió precisamente de una noticia sobre un pescador italiano que recogió a una pequeña náufraga, migrante, que había perdido a su familia en el mar. Pero Mónica tenía una herramienta para darle la vuelta al calcetín, porque ella misma había tenido en su casa a una niña refugiada saharaui, y había podido ver de cerca tanto la angustia de la pequeña como las distintas reacciones de sus hijas ante su irrupción familiar. El lector de Alma y la isla no tiene la posibilidad de leer la historia desde el confortable sofá de su casa, no puede sino implicarse, vivirla desde dentro. Esa es la enorme diferencia, la vacuna contra el maniqueísmo.  


Yo les invitaría por tanto a buscar y rebuscar, a leer en profundidad, antes de prescribir o siquiera sugerir un libro. Recuerdo la anécdota de un especialista en literatura infantil que empezó su taller para maestros pidiéndole a cada uno de ellos que dijera el último libro “para niños” que había leído. Los tres primeros confesaron que no recordaban cuál había sido, hasta que una maestra dijo: “Sí, era uno… de conejos.” Eso era todo lo que recordaba. Era una maestra en cuyas manos estaba el crecimiento de un grupo de niños. No leer en profundidad, conformarse con el enunciado del libro, la contraportada o la “farmaliteratura”, es decir, la literatura entendida como remedio químico contra el acoso, el bullying o la homofobia, por más dignas que sean esas causas, es poner al niño frente al televisor, dejarle seguir viendo al otro desde fuera, no desde dentro.

Decía César Aira, un escritor por otra parte muy valioso, algo terrible, reductor y maniqueo, al menos en mi opinión:

“Razonando mi propia aversión a la literatura infantil, yo agregaría que lo que la hace subliteratura es que no inventa a su lector, operación definitoria de la genuina literatura, sino que lo da por inventado y concluido, con rasgos determinados por la sospechosa raza de los psicopedagogos: de 3 a 5 años, de 5 a 8, de 8 a 12, para preadolescentes, adolescentes, varones, niñas; sus intereses se dan por sabidos, sus reacciones están calculadas”.

Esto es para mí, con todo respeto, reduccionista y maniqueo porque ignora una enorme, o al menos importante, cantidad de literatura infantil y juvenil escrita sin cálculo, no “para” sino “por”, no por lo que sé, sino por lo que busco. Sería igual de maniqueo juzgar a toda la literatura adulta por tanto best-seller calculado, impostado, de receta. Voy a poner como ejemplo, de nuevo, a Leo Lionni, que en su inmortal Frederick enfrentaba al personaje, un pequeño ratón de campo, con la fábula de Esopo de La cigarra y la hormiga, volviéndola del revés: si Esopo se inclina por la hormiga frente a la “inútil” canción de la cigarra (y digo “inútil” entre comillas), Frederick nos propone lo contrario: al final es más útil recolectar colores y rayitos de sol que recolectar migas y espigas, porque la vida no sirve de nada si no es por la poesía, por la belleza, por la verdad, por la libertad. ¿Metería César Aira a Frederick dentro de la categoría de lo “inventado y concluido, con rasgos determinados por la sospechosa raza de los psicopedagogos”?

Al final todo se reduce a la elección de libros para los alumnos. En una ocasión se me ocurrió comparar la lectura con la dentadura, nada menos. Decía que igual que el abuso de alimentos azucarados acaba por producir caries a los niños, los libros azucarados, los que buscan tan solo enseñar a leer como un puro acto fisiológico, a la espera de una lectura más profunda, también producen caries, estas en la mente. Y esta es tal vez la explicación de por qué tantos niños que leen diariamente abandonan la lectura en la primera juventud: sienten que les han engañado, que las lecturas que les recomendaron en la escuela no los prepararon para la vida real, no tienen ninguna conexión con esta. Y si bien eso daría la razón a César Aira, también es cierto que hay otra literatura infantil y juvenil, más amplia y jugosa de lo que se suele creer, que trata al niño y al joven con incertidumbre y respeto, como ser humano, y no como fase de preparación para la madurez. Son los libros escritos sobre niños y jóvenes, no para niños y jóvenes.


Dice Carlo Frabetti que “el libro es la culminación de un proceso evolutivo que comienza con la materia inanimada, se inflama con la vida y se ilumina con la consciencia. Y la luz de la consciencia se condensa con la palabra, que a su vez cristaliza en la escritura”. No dice que cristaliza en la lectura, sino en la escritura. Y estoy de acuerdo. Si de verdad queremos que el niño conozca al otro tenemos que empezar por invitarle a darse a conocer. Y eso implica invitarlos a escribir. Decía Kafka: “A mí me conozco, en los demás creo”. Nosotros conocemos a Kafka, hasta el último recoveco de su alma, porque escribió. Si no, no hubiera pasado de ser un oscuro, casi insignificante burócrata que hubiera vivido y muerto sin pena ni gloria. Escribir es conocerse a uno mismo, y al mismo tiempo afirmarse, darse a conocer. Y cada vez que un ser humano individual avanza en el conocimiento de sí mismo, la humanidad avanza en el conocimiento de sí misma. La lectura y la escritura individual no son sino líneas del gran diálogo de la humanidad, sin fronteras ni diferencias por riqueza o pobreza, ideología, sexo o cualquier otra cosa. He dicho en otras ocasiones que si el siglo XX fue el siglo de la lectura, el que levantó a las clases populares a la alfabetización, el siglo XXI tiene que ser, ya lo está siendo, el siglo de la escritura, el nuevo Siglo de la Luces.


Hace unos días me piden que hable por videoconferencia con una niña que tuvo problemas de crecimiento, de salud, y fue escolarizada muy tarde, con un lógico retraso. Pero de pronto ha encontrado en la lectura y la escritura su manera de avanzar rápido, muy deprisa. Ha leído el libro del pequeño oso que lee en los ojos de los niños que leen su cuento, y al parecer ha sentido en su interior algo nuevo. Se ha sentido leída por el oso, en efecto, y más aún: entendida, comprendida. Pido para nuestra cita por videoconferencia intimidad, para poder hablar sin sentir, yo, que hablo para los adultos, sino solo para ella, con Lúa. Hablamos de todo un poco la niña y yo, hasta que nos acercamos al meollo: su lectura del libro, lo que ha sentido al leerlo. Y me dice algo extraordinario, precioso: puesto que ella ha leído la historia del pequeño oso y el oso trata de leerla a ella, ahora le toca escribir también, para que el osezno la lea. Me ha mandado sus primeros escritos. Me siento con Ñum-Ñum a leerlos, a leer en ella, emocionado.

La noche siguiente tuve un sueño extraordinariamente lúcido, que recuerdo con todo detalle. 

Había dos montañas, una enfrente de otra. La primera era preciosa, fácil de escalar. Pero enfrente estaba la otra montaña de pendiente casi vertical, inaccesible. Un caballo subía tranquilamente hasta la cumbre de la primera, descansaba un momento y se lanzaba cuesta abajo, a toda velocidad. El impulso le permitía subir la otra pendiente hasta donde la ley de la gravedad le vencía. Entonces tomaba entre sus dientes la flor de una planta que se llamaba nikté (así de claro y concreto era mi sueño), y volviendo grupa bajaba hasta el valle. Cada vez que lo intentaba llegaba más y más arriba. No llegaba a la cumbre, pero la flor del nikté era cada vez más grande y más rica.

Puesto que ya estaba preparando estas palabras y había hablado con la niña, no tengo ninguna duda de que la montaña accesible era el libro, y la montaña difícil, casi imposible, ese “un poco más” que la humanidad persigue constantemente desde que el primer organismo vivo latió bajo el sol, la flecha ascendente de Teillard de Chardin que conduce a un ser humano enteramente compasivo y pleno. Y las flores de nikté son lo que escriba la niña. Flores cada vez más hermosas y nuevas. Aunque la cumbre nos sea aún inaccesible y misteriosa. Y esa niña, Lúa, es todas las niñas, todos los niños del mundo.


Dije al comenzar que no les aburriría con mis palabras si en su escritura no descubriera algo nuevo. Era demasiado pretencioso, lo confieso, porque ignoro lo que ustedes saben, piensan y planean, y seguro que muchos han llegado mucho más lejos en esta línea de pensamiento, y que por más que lo creyera, no les habría dicho nada nuevo y me lo habrían podido decir mejor a mí. Pero ahora abriría el Quijote y lo colocaría en un atril que tengo en la biblioteca para leerlo de pie, como se hacía siglos atrás. Para que entre por mis ojos y resuene en mi cerebro. Para que después baje por mi garganta, por mi corazón, por mi estómago y mi hígado, y luego por las rodillas, para que llegue hasta la planta de los pies, a todo mi ser. Leo, y entonces un Quijote viene a verme. Y me susurra a mí, somos dos en un diálogo interminable, él y yo, pero también todos los seres humanos del mundo. Aplaca mis miedos, despierta mi humor y refuerza mis sueños. Y descubro que esa niña que por haber leído quiere escribir soy yo, con otra piel. Seguramente no la volveré a ver, pero eso era lo que quería descubrir en estos minutos, que todos somos todos, y que la verdadera literatura es la sublimación de esa misteriosa unidad. Sí, cada vez que leemos, sea el libro que sea, un Quijote viene a vernos, y nos trae entre sus dientes una nueva y jugosa flor de nikté.

Conferencia leída el 23 de julio de 2021 en el marco de la Feria Nacional del Libro de León, en Guanajuato, México. La Fundación Cuatrogatos agradece a Gonzalo Moure la gentileza de permitirle difundir este texto.