Cubierta de Pablo Auladell para 'Inés Azul', de Pablo Albo. Barcelona: Thule Editorial.
  • Cubierta de Pablo Auladell para 'Inés Azul', de Pablo Albo. Barcelona: Thule Editorial.

Te miro y te vuelvo a recordar (Aproximación a la muerte en la literatura infantil)

Anabel Sáiz Ripoll

Introducción. “El color que era distinto a todas las cosas”

Hay temas, como el de la muerte, que, en nuestra sociedad, aún se consideran tabú para los niños. Con frecuencia se trata, equivocadamente, de ahorrar sufrimientos a los pequeños y se les hurta la posibilidad de vivir su propia experiencia. Parece como si el adulto tejiera un muro para que el niño no pudiera ver qué hay al otro lado.

La muerte forma parte de nuestras vidas, aunque no siempre se quiera aceptar. Parece que vivamos de espalda a ella, como si nuca fuéramos a morir. A los niños no siempre se les dice la verdad, no siempre se les habla claro y eso, más que ayudarles, les perjudica y les crea sentimientos de culpa o inseguridades.

Hay muchas maneras de acercarse a la muerte y de explicarla a los más pequeños, aunque no siempre sea fácil. Nunca hay que mentir ni dar evasivas porque eso puede causa un dolor enorme en el niño que acabará malinterpretando qué es la muerte. Hay que decir la verdad siempre. Los adultos se encuentran indefensos ante la muerte y trasladan esos temores a los pequeños. De ahí que sea fundamental tener unas pautas y, sobre todo, no acudir a fórmulas manidas ni a evasivas.

El niño entenderá qué es la muerte si se lo decimos; eso sí, con tacto y atendiendo a su edad. En ese sentido es muy útil el manual de William C. Kroen, Cómo ayudar a los niños a afrontar la pérdida de un ser querido, que ofrece muchas respuestas y muchas maneras de actuar, todas claras y acertadas. Dan Schaefer, en Cómo contárselo a los niños, ofrece una guía para ayudar a los niños a entender la muerte y a enfrentarse a ella, con las consecuentes respuestas emocionales que cada uno puede tener, miedo, rabia, confusión, enfado…

No obstante, sin olvidar los manuales más teóricos, pensamos que la literatura infantil y juvenil puede ser una buena herramienta para ayudar a los más pequeños a aceptar de forma natural la muerte o, al menos, a saber que es algo natural y más cercano de lo que parece. No hay que olvidar que la mayoría de los libros destinados a los pequeños se presenta en forma de álbum o, al menos, muy ilustrado. Las ilustraciones, en ese sentido, son tan importantes como las propias palabras.

Muchos son los escritores que han dedicado su quehacer a los niños y que, de alguna manera, han proyectado en sus criaturas de ficción, sus propios miedos y sus propios anhelos. Ana María Matute, a quien no queremos soslayar en este breve estudio, en su El árbol de oro y otros relatos aborda el tema de la infancia con una mirada especial, entre la tragedia y la ternura, entre el dolor, la soledad y la tristeza. La muerte siempre está allí agazapada; aunque la autora no la traza con dramatismo, sino con resignación, como si fuese una herramienta más en el crecimiento infantil, una prueba más para entender los misterios de la vida. Ana María Matute acude a las metáforas y a los elementos simbólicos para penetrar en lo insondable. Uno de sus cuentos, “El niño al que se le murió el amigo” es el reflejo del paso de la infancia y del despojo que eso supone. Para la autora, el crecimiento es difícil, de ahí que lo relacione con la muere. Otro cuento, “La rama seca”, ahonda en el misterio de las ilusiones y la imaginación infantiles, no siempre comprendidas por los adultos. En “El año que no llegó”, las palabras se tiñen de evocaciones extrañas y el pequeño, que iba a cumplir un año, no llega a hacerlo porque su destino no es ese: “Pero el grito de los vencejos agujero la corteza de luz, el color que era distinto a todas las cosas, y aquel año, nuevo, verde, temblorosa, huyó. Escapó por aquel agujero y no se pudo cumplir” (p. 1’2).

Casi siempre los libros que abordan la muerte están protagonizados por personas, adultos, niños y jóvenes; aunque también se puede acudir a la metáfora y hacer que sean los animales quienes muestren los sentimientos ante una pérdida, como le ocurre a la ardilla, en No es fácil, pequeña ardilla, de Elisa Ramón, que echa mucho de menos a su madre y siempre está triste, hasta que que, ayudada por su padre, entiende que su madre siempre estará con ella. Tom, en El abuelo de Tom ha muerto, de Marie-Aline Bawin, es un conejito que siente el vacío que ha dejado su abuelo, aunque, cuando con sus primos, comienza a hacer las cosas que al abuelo le gustaban, nota que no se ha ido del todo. Puede, con su familia, visitar la tumba y llevarle flores y hacerlo con pena, pero con serenidad también. Juntos recuerdan las bromas de su abuelo y las cosas que aprendieron de él. Distinto es el toro de hierro desvencijado cuyo corazón aún late y que le causa mucha tristeza a Claudia, en Claudia y el toro, de Ignacio Sanz.

En las siguientes líneas, repasaremos algunos títulos destinados a los pequeños lectores, desde los primeros lectores hasta los 10 años más o menos, en los que encontramos distintas situaciones con las que, en algún momento, el niño o niña podrá sentirse identificado. Hay alguna alusión a la literatura juvenil, aunque muy breve porque el objetivo, en este momento, es la literatura infantil.

Hay que decir la verdad. “¿Dónde estás?”

Cuando alguien cercano fallece, al niño no hay que contarle historias extrañas ni andarle con evasivas, sino que hay que decirle la verdad, de forma adecuada a sus años, pero siempre la verdad.

La pequeña protagonista de ¿Dónde está el abuelo?, de Mar Cortina, se pregunta por el paradero de su abuelo y se extraña al no verlo. Su padre le dice que es un ángel y la abuela que está de viaje. Ambas informaciones la confunden y no sabe qué pensar hasta que decide hacer “la caja del abuelo”, pero: “El abuelo está tardando mucho y yo quiero que esté aquí. He gritado muy fuerte al aire. ¡Abuelo Pepe! ¿Dónde estás? El aire no responde y la caja la tengo llena. No sé dónde está el abuelo, pero sé que no volverá. El abuelo Pepe ha muerto”.

El protagonista de Abuelo, ¿dónde estás?, de Elisa Mantoni, cuando llega a casa de excursión, no encuentra a su abuelo y lo busca por todas partes. Teme que no esté porque se haya enfadado con él, ya que siempre le roba la dentadura postiza. El niño se angustia pensando en lo mucho que lo necesita: “Ahora, ¿quién me va a ayudar a subirme en los columpios…? ¡Yo solo tengo miedo! ¿Y a atarme los zapatos? ¿y quién me leerá un cuento antes de dormirme?” (p. 32). Las dudas lo corroen y se echa a llorar prometiendo que será bueno si vuelve el abuelo. Su madre le explica que ha muerto y que no está enfadado con él: “Ahora ya no lloro porque sé que el abuelo me sigue queriendo, aunque ya no esté- ¡Y siempre será mi abuelo preferido!” (p. 43).

Poco a poco… la inminencia de la muerte. “Como un viaje”

Entre la persona que fallece y la persona que lo recuerda se han ido fraguando vínculos que no se cortan con la muerte, simplemente cambian o se transforman. Conviene que los niños entiendan qué es la muerte y qué supone.

María y su abuelo, en Alderabán, de Javier Sobrino, comparten paseos y ternuras. El abuelo le habla de las estrellas y de los árboles, pero camina despacio y María “teme que llegue un día en el que no puedan volver a pasear” (p. 14) y ese día llega y el corazón de María “se llena de frío y sus ojos se inundan de lágrimas” (p- 18). Pasan los días y la pequeña ve que las semillas que plantó con el abuelo han crecido y siente que no está sola. Después, por la noche, cuando ve las estrellas, reconoce la estrella de su abuelo, Alderabán, y sonríe.

A José, en El túnel del viento, de Juan Cruz, le han matado a parte de su familia, a su madre y abuela. Su padre está encarcelado. José es casi un niño y debe aprender a hacerse fuerte y a apoyar a los que viven, aunque nunca olvida los gestos ni de su madre ni de su abuela.

Carla y Antón, en Desde el balcón, de Seve Calleja, notan cómo su padre va enfermando. Juntos deciden hacer caso a los mayores y pensar que “nadie se moría completamente” (p. 17). Para ellos, la muerte es como un viaje.

El abuelo Lauro, en Ladrón de caballos, de Ignacio Sanz, está ya jubilado, pero tiene un sueño: saltar con su caballo por un lugar peligroso. Su nieta, a la que él llama cariñosamente, Escarola, comparte todo un verano ese sueño y muchas otras ilusiones. No obstante, el abuelo acaba realizando la hazaña, pero sufre un accidente y, en consecuencia, muere. Escarola se siente mal y sueña con él antes de que muera: “El abuelo vino a despedirse. Daba vueltas alrededor de mi cama girando como si fuera un tiovivo. Desde la cama, donde estaba tumbada, estiraba los brazos para que el abuelo me aupara con él, pero el abuelo, lo veía con toda claridad, era un centauro que giraba y giraba a mi alrededor con sus cuatro patas de caballo y el tronco y la cabeza del abuelo. Pero sin brazos. Tanta velocidad llegó a alcanzar el tiovivo en aquellas vueltas enloquecidas que, en un momento dado, el centauro se desprendió de su eje y se echó a volar alejándose de mi cama, Cruzaba las nubes sueltas que había por el cielo de manera que el centauro se volvía cada vez más pequeño. Así lo vi perderse como se pierde un pájaro en la inmensidad del cielo.” (pág. 89).

Lección de vida. “No hay nadie inmortal”

Pese a los mensajes publicitarios, no hay nadie inmortal. Esa es la gran verdad que a veces duele y otras supone una fisura en el devenir cotidiano.

Pepe teme que su mascota Bergamota, una gata, haya muerto y, cuando constata que estaba dormida, se alegra y proclama que es invencible. Su madre lo saca del error diciéndole que es ley de vida que la gata muera dentro de algún tiempo: “No hay nadie que sea invencible o inmortal. Bergamota es una gatita, y los gatos no viven más de veinte años. Cuando tú seas mayor, Bergamota ya no estará. Así es… Tenemos que prepararnos y quererla todavía más” ( en Pepe piensa… y después ¿qué pasa?, de Michel Piquemal, p. 25). Pepe comienza a hacerse preguntas y decide que él nunca se olvidará de su gata; aunque vuelve a pensar y le atormenta que su madre no sea tampoco invencible ni eterna. Su madre le dice la verdad, pero lo hace con mirada positiva, hablando del paso del tiempo y de que todo llega en su momento. Hay una enseñanza preciosa en sus palabras y es que, precisamente por ser finitos, tenemos que llenar nuestra vida “de felicidad y de amor” y no desperdiciarla.

La abuela Sara en El regalo de la abuela Sara, de Ghazi Abdel-Quadir, ha soñado que moriría y, como sus sueños se hacen realidad, todo el mundo cree que ocurrirá tal y como ella ha dicho. Así, se preparan las formalidades propias del entierro y ella misma come con hambre del banquete funerario, aunque, por suerte, no es ella quien muere, sino su yegua. Ahora bien, la abuela Sara ha dado una lección de entereza al aceptar con resignación su final.

El abuelo de Mejillas rojas, de Heinz Janisch, ha tenido una vida intensa, entre realidades y fantasías. Todo se lo ha transmitido a su nieto. A partir de los 80 años el abuelo se fue volviendo transparente hasta que dejó de verse, pero eso no es obstáculo para que su nieto siga escuchando sus historias, pese a que haga un año que haya muerto. “¿A quién importa eso?”, se pregunta.

Una estrella o un árbol o un poema. “Te haré una señal”

Una hermosa idea que se repite en varios libros destinados a los pequeños es que la persona que ha muerto se ha convertido en una estrella. Y no parte de los propios niños sino de la persona que está a punto de marcharse y que les ofrece esta metáfora de su destino. Así lo creen Julia en Julia tiene una estrella, de Noemí Villanuza, y Beatriz en ¡Mamá!, de Iñaki Zubelda. En ambos casos es la madre quien les promete a sus hijas que siempre cuidará de ellas y que será una estrella. La madre de Julia, que tiene solo cinco años, le explica que se va a ir a trabajar a una estrella y que no sabe cuando volverá pero que “Cada noche abres la ventana de tu habitación, miras hacia el cielo, hacia la izquierda, y verás una estrella que brilla más que las demás. Allí es donde estaré. Y trataré de hacerte una señal para que me reconozcas”. La madre de Beatriz explica a sus dos hijos que “…si mi tiempo se acaba antes de lo esperado, estad tranquilos: yo estaré siempre en vuestro corazón, aunque mi cuerpo no permanezca entre vosotros. Me iré hacia el firmamento, y para vosotros seré una de esas lejanas estrellas que están ahí arriba, la más bonita y la más brillante. Cuando me necesitéis, mirad hacia arriba, y yo estaré siempre dispuesta a ayudaros…” (p. 27-38).

Marta, en ¡Buenas noches, abuelo!, de Roser Bausà, pregunta a dónde se ha ido el abuelo y su madre le explica que ha hecho un viaje muy largo y que es una estrella desde la que protege y cuida a la niña. A Marta eso la consuela un poco, aunque necesita recordar a su abuelo también cómo era y, de vez en cuando, mira su fotografía: “Abuelo, ¿sabes qué hago cuando no recuerdo tu sonrisa? Pues voy corriendo a casa y miro la fotografía de tu cumpleaños, aquella de cuando yo era tan pequeña y metía el dedo en el pastel… Te miro y te vuelvo a recordar…”.

Las dos niñas sienten que es un consuelo pensar que su madre está en la estrella y desean poder compartir ese secreto con su padre al que ven triste también.
La pequeña de El tren, de Silvia Santirosi, que no tiene madre, tiene siempre una pesadilla simbólica. Se le escapa el tren. Eso la hace sufrir. Poco a poco, va integrando en su vida la ausencia de su madre y la siente más cerca, como una estrella. Ese día, al fin, puede coger el tren.

Ana, en Ana y el aliso, de Miquel Rayó, es una niña especial que tiene problemas para comunicarse con las personas, pero no con los animales ni con las plantas o las cosas. Ana siente la necesidad de proteger al viejo aliso, siempre solo y malhumorado, y en ese empeño pierde su vida, es, de alguna manera, como volver a los orígenes. Su autor, de una manera muy poética, traza el final de la pequeña.

El pequeño Babalú, en Un poema en la barriga, de Eulàlia Canal, esconde, con cierto temor, un papel en el colegio. Al final, todos descubren que es un poema, un poema especial del niño a su abuelo, en el que expresa todo el amor que siente por él. Al fin, como dice una de las niñas al final, el abuelo está “dentro del poema. Babalú siempre podrá encontrar a su abuelo dentro del poema”.

Lisa, en ¿Qué viene después de mil?, de Anette Bley, echa mucho de menos a su abuelo Otto quien le mostró la belleza de los números. Lisa se siente sola y triste, aunque, gracias a Olga, acaba dándose cuenta de que, aunque no lo vea, si cierra los ojos, sigue estando ahí. “Con Otto –concluye– pasa como con los números: lo llevamos dentro y no se acaba jamás”.

El abuelo Carmelo enseñó al narrador de Mi abuelo Carmelo, de Dani Torrent, muchos secretos de la tierra, pero ahora ya no está y parece que todo deje de tener sentido. No obstante, el pequeño acaba entendiendo que su abuelo no se ha evaporado, sino que, los días de lluvia, por ejemplo, es él quien riega las plantas de su jardín que al niño, que ya ha crecido, se le antojan más pequeñas.

Carla y Antón, en Desde el balcón, de Seve Calleja, ven que su madre mira mucho al cielo desde que su padre ha muerto y deciden que su padre “se ha quedado cerquita”, como una estrella.

La importancia del duelo. El recuerdo

Cuando alguien cercano fallece, hay que hacerle el duelo. No se puede seguir tratando de disimular un dolor que sentimos, sino que hay que atreverse a exteriorizarlo, pero no siempre es fácil. Roberto, en Saltando vallas, de Pere J. Carbó, es un chico de unos 10 años al que se le ha muerto el mejor amigo, Joaquín. No obstante, él ni siquiera fue al entierro y aparentemente no ha pasado nada en su vida. Ahora bien, sus abuelos notan que algo falla. Él ha bajado el rendimiento escolar y se encuentras como ensimismado. Por si fuera poco, el abuelo ha perdido a un buen amigo y su gato está también muy enfermo. Llega un momento en que Roberto, incitado por su abuela, no puede mar y llora al fin. “Lloro. Lloro en silencio, con tanta fuerza que me quedo sin aliento y tengo que parar para poder respirar. Lloro amargamente. Estoy a punto de gritar de rabia, de pena o de qué sé yo… Pasados unos minutos me siento aliviado, me limpio la cara y me sueno. Se me ha pasado el dolor de la garganta. Ahora soy capaz de explicarle a la abuela mi primer encuentro con Joaquín” (p. 63).

Sintiendo su olor, de Conxita Larrull, es el recuerdo en primera persona, de una niña de 6 o 7 años del momento en que su mundo se vino abajo. Fue cuando murió su madre en accidente. La pequeña atraviesa por distintos estadios desde la rabia y el miedo, hasta la frustración y la difícil aceptación. Tres hermanas, una adolescente, la narradora y otra de 3 años, viven de distinta manera ese mazazo que la vida les tenía preparado. Su madre ya no está y el hueco que deja es tan grande que nadie podrá llenarlo nunca. La pequeña va de colonias porque así lo hubiera querido su madre y allá descubre la cara del dolor. Una de sus profesoras la ayuda a sentirse mejor o al menos más tranquila. Es así como, la familia cierra filas en torno a la madre que no está en presencia, pero sí en espíritu. Poco a poco, aprenden a vivir de una manera diferente.

La familia de Ula, en Mamá se ha marchado, de Christoph Hein, supera cada uno a su modo el vacío que ha dejado su madre. El padre lo logra imprimiendo a su estatua, la Piedad, algún gesto de su mujer. Karel consigue interesarse por una chica, Petra; Paul comienza a encargarse de la cocina y Ula acaba viendo que sí, que su madre se ha marchado para siempre, al menos en el aspecto físico, aunque nunca en el plano emocional. Christoph Hein escribe una novela conmovedora y llena de realismo. Logra atrapar al lector desde la primera página y consigue, gracias a los diálogos y a las reflexiones de los personajes, que nos vayamos acercando con lucidez al hecho de la muerte. Como bien dice el padre a Ula, cuando van a visitar la tumba de su madre: “El sepulcro no es más que un símbolo. Y no lo es para ella. Mamá ya no necesita absolutamente nada, al menos nada que nosotros podamos darle aquí en la tierra. El sepulcro es para nosotros, para ti, para Karel, para Paul y para mí, y para todos nuestros amigos. Nosotros necesitamos un lugar para nuestro duelo. Solo para eso tenemos el sepulcro. Porque lo necesitamos. Porque aquí tenemos la sensación de estar cerca de ella.” (p. 53)

La abuela de Jadiya, Zhora, en Mi miel, mi dulzura, de Michel Piquemal, ha muerto y Jadiya no sabe cómo sobrellevar el dolor que eso le causa. Ella y su familia viven en otro país, mientras la abuela se quedó en el suyo. La abuela le contó historias, le cantó nanas, le enseñó a valorar la música y las palabras, pero ahora ya no está. La única herencia que ha recibido es un caftán que la propia abuela cosió con sus manos. Jadiya comienza a tener pesadillas. Ve a su propia abuela en sueños que le pide que arroje el caftán al mar porque ella ya no lo necesita. Y así lo hace. Jadiya acaba entendiendo que tiene que dejar libre a su abuela y serlo ella también. Entiende que su abuela está en ella, en todas las canciones que le cantó y en todas sus enseñanzas, porque “Quien tiene descendencia no muere jamás”.
Maider, en La barca de mi abuelo, de Mariasun Landa, echa mucho de menos a su abuelo y sale a navegar en la barca que él le dejó en herencia, aunque eso a su madre no le guste. Tan intensa es la presencia del abuelo que ella cree volver a verlo y recrea los buenos momentos que pasaron juntos. De todas formas, el abuelo está en ella porque ha aprendido a pescar de manera inexplicable. Maider se siente sola y su abuelo, o la imagen que ella guarda de él, le dice que “Uno nunca muere si le recuerdan”. Así, poco a poco, Maider hará su duelo y volverá a reír.

Toni, en La mort deixa cicatrius (La muerte deja cicatrices), de Víctor Panicello, es un adolescente que recuerda, cuatro años después, la muerte de su hermano Lluís en accidente de moto y aquel dolor sordo y total que ha invadido a toda la familia y que nunca los dejará, aunque han aprendido a seguir viviendo pero, como reza el título, con cicatrices.

El dolor. “Lloro en silencio”

No hay que ocultar el dolor ante una despedida porque, aunque se busquen respuestas y explicaciones, la ausencia es durísima. Lo notamos, sobre todo, en las novelas destinadas a los adolescentes, puesto que el adolescente tiene los sentimientos a flor de piel.

María, la joven de 14 años, en Doce preguntas a un piano, de Juan Kruz, pasa una noche en vela tratando de dar sentido a la muerte de su madre y repasando toda su vida con ella. María ya no es una niña, sino una adolescente; por lo tanto, sus angustias y su percepción del sufrimiento es distinto al de un niño. Ella es capaz de ponerle nombre a lo que siente y de sentirse rabiosa y frustrada: “Nuestras vidas son como aquellas pelotas de arcilla que Dios creó y a las que insufló vida a toda prisa. Los ángeles las usan para jugar a pelota. Cuando alguna se queda pegada a la pared, no importa, se fabrica otra, y adelante” (p. 202). María no encuentra consuelo hasta que, al fin, entiende que su madre está en ella misma: esa es la percepción que le permite levantarse y seguir adelante.

Nacho, en Otoño azul, de José Ramón Ayllón, es un adolescente triste y apesadumbrado que, con la muerte de su padre, ha visto removidos todos sus cimientos. Con la rabia propia de los adolescentes, trata de salir adelante, hasta que en el amor encuentra algunas respuestas y entiende que su madre, realmente, sigue con él.

Mamá se ha marchado, por su parte, da alguna respuesta y formula varias preguntas; pero sobre todo ofrece un camino en la superación del duelo. La familia de Ula decide irse de vacaciones juntos, es la primera vez que lo harán sin su madre, y ese hecho los hermana y cohesiona como familia. Ula aprende a escuchar a su madre porque, como le dice su hermano: “Solo tienes que pensar en mamá, así la verás y podrás hablar con ella. […] Porque tú conoces a mamá. Y sabes perfectamente qué te aconsejaría. […] Habla sencillamente con ella y la oirás”.(p. 40 y ss).

Marta, en Yo las quería, de Maria Martínez i Vendrell, ha perdido a su madre y siente, cómo no, una tristeza infinita. Además, una de las posesiones más preciadas de la niña, son sus trenzas que su madre peinaba con esmero y que ahora, por falta de tiempo, le han cortado. Marta crece y se observa y acaba descubriendo que ya no necesita las trenzas porque ya es mayor y se parece muchísimo a su madre sin ellas. Marta “sentía crecer en su pecho un sentimiento nuevo, desconocido, dulce y amargo al mismo tiempo”; el sentimiento de hacerse mayor y de parecerse a su madre a quien nunca más volverá a ver.

La vida que no cesa. “Las olas siguen llegando”

A menudo, en muchos de los libros leídos, se observa el mensaje de que, después de la muerte o ausencia de alguien, el mundo sigue, la vida continúa y las cosas siguen igual, aunque eso no es del todo cierto, porque todos los que han perdido a alguien acaban incorporándolo en sí mismos y siendo, de alguna manera, los custodios del mundo que ya no ve el ausente, pero que ha de seguir reflejando lo que a él o a ella le gustaba. Es el empeño que tiene Inés, en Inés Azul,de Pablo Albo, que le dice a Miguel que esté tranquilo porque “las olas siguen llegando” y el mar era lo que más le gustaba. Inés lo sabe y se convierte en la guardiana de ese orden.

La abuela de Julián y Greta, en Que el cielo espere, de Katja Henkel, era quien daba cohesión a sus vidas y la extrañan mucho desde que ha muerto. Tanto es el desorden que notan a su alrededor que deciden ir a buscarla al cielo. Acaban entendiendo que la abuela va a estar siempre en sus corazones.

Adultos. “¿Cómo puedo decirte…?”

No todos los personajes protagonistas de los libros de literatura infantil son niños, a menudo también aparecen adultos que sufren el desconcierto de la muerte y sus consecuencias. Es lo que le pasa al protagonista de El libro triste, de Michael Rosen, que ha perdido a su familia y echa mucho de menos a su hijo Eddie. A este hombre le cuesta vivir, aunque lo intenta, pero la tristeza se ha instalado en su alma y el refugio que encuentra para salir de ella es el recuerdo. Sobrellevar el duelo es muy difícil.

En El tren, de Silvia Santirosi, el padre de la niña pequeña, reflexiona continuamente sobre cómo abordar el tema y no sabe muy bien cómo hacerlo, aunque es capaz de poner nombre a sus sentimientos y eso es básico: “¿Cómo puedo decirte que las personas que queremos se mueren, nos dejan y se van? ¿Cómo puedo decirte que el amor y la alegría forman parte de la vida igual que el dolor y la tristeza? Que hay rojo, verde, amarillo… pero también hay negro. ¿Cómo puedo decirte eso, mi niña?”.

La dureza de las muertes provocadas por el hombre en la guerra no está ausente de la literatura infantil. En De punta a punta, de José Luis Berenguer, un soldado muere bajo las mismas estrellas que su padre contempla mientras se pregunta si habrá recibido su última carta. Es un libro duro, pero real y lleno de metáforas.

Algunas reflexiones finales. “El día era todavía claro y luminoso”

La metáfora, como estamos viendo, es frecuente en las historias que hemos leído. Un libro lleno de sensibilidad y ternura es El muñeco, de M. Alzéal. De manera gráfica, sin letras, se nos narra la historia de un muñeco que pierde a su dueño a causa de su muerte y cómo este muñeco va de mano a mano hasta, al fin, en una escena hermosa y llena de ternura, se reencuentra en el más allá con su dueño.

Una promesa, de Carmen Pellicer, trabaja también con la metáfora continuamente para explicar a los más pequeños algo tan delicado como es la muerte. El mensaje, es evidente, se lee entre líneas y ha de interpretarlo un adulto. El cuento, portagonizado por dos ninfas inseparables, trata de explicar que la vida es una continua transformación. Becky, un día, se hace mayor y se metamorfosea en una libélula. Las dos amigas sabían que muchas de ellas se iban para no volver y se preguntaban qué había más allá de la charca en donde pasaron sus mejores tiempos. Es más, trataron de seguirlas sin éxito. Se prometen, de ahí el título del cuento, que la que salga primero volverá a buscar a la que queda y no la olvidará. No obstante, no es tan fácil. Becky cambia de cuerpo y no puede mojarse ni llegar al fondo de la charca, pero sigue, de alguna manera, velando por su amiga y está contenta de poder hacerlo. Sabe que, como escribe la autora: “¡Un día volveremos a encontrarnos!”, se dice mientras piensa en todas las cosas preciosas que descubrirán juntas cuando surquen el cielo”.

Con la muerte de alguien, en suma, se cierra un capítulo y es hora de hacer algún balance, como en El ángel del abuelo, de Jutta Bauer, que reconstruye la vida del abuelo, con todos sus avatares, guerra incluida, y su final… como el ángel de su propio nieto, porque, cuando muere, realmente, “fuera, el día era todavía claro y caluroso. ¡Qué día más espléndido hacía!”.

Morir, al fin y al cabo, no es más que seguir el ciclo de la vida. A la muerte hay que respetarla, pero quizá no temerla ni querer ocultarla. Tal vez, como dice Inesa, en La balada de Inesa, de Hasier Etxeberria, morir sea, simplemente, “…dormir… olvidar la vida… descansar… apagarse con el cálido soplo de la muerte… como una vela… igual que una vela" (p. 54)

 

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