Releer un clásico: a propósito de "Robinson Crusoe"

Francisco Leal Quevedo
Habitualmente reverenciamos a los llamados libros clásicos y les dedicamos un lugar en nuestros recuerdos y en nuestra biblioteca. Están allí, en ediciones impecables, invitando a ser leídos de nuevo. Esta pandemia, con la reclusión que implica, ha sido una ocasión ideal para hacerlo.

La primera pregunta inevitable sería: ¿qué es un clásico? “Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él” 1.  

Se suele considerar su lectura como una gran experiencia, muchas veces fundadora. Cada lector suele tener sus preferidos y generalmente reconoce que su lectura le ha traído beneficios para su desarrollo personal y su comprensión del mundo. Y, por contraste, su desconocimiento suele causar vergüenza: “Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: ‘Estoy releyendo...’ y nunca ‘Estoy leyendo’ ”, dice Calvino en el mismo texto citado. Muchos se sonrojan al ser considerados advenedizos al mundo de las obras clásicas, como le sucede al que aprende tarde a tener buenos modales. Pero en honor a la verdad, nadie, por culto que sea, los ha leído todos. 

El concepto de clásico varía de una época a otra, de un país a otro. Algunos autores son considerados “universales” (al menos en el mundo occidental) como Lewis Carroll con Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas (Alice's Adventures in Wonderland, 1865) y J.M. Barrie con su Peter Pan y Wendy (1911). Otros son “locales”, por ejemplo, el colombiano Rafael Pombo y el cubano José Martí, cuyas obras para niños son muy populares en sus respectivos países y apenas conocidas fuera de estos. Además, hay clásicos “antiguos”, como los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm y Hans Christian Andersen, y “nuevos”, como Astrid Lindgren, María Gripe y Roald Dahl, de los que nadie duda ahora en considerar como tales. Si el lector quiere sentirse conocedor de obras de este tipo, sería conveniente que leyera a los escritores universales y locales más representativos, y mejor si incluyera algunos antiguos y otros nuevos, obviamente. 

Tomaré hoy, como experiencia de relectura de un clásico, la de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Presumiblemente muchos lo hemos leído en una versión abreviada o hemos visto una adaptación cinematográfica. Esta obra es considera, por muchos investigadores, la primera novela en lengua inglesa, una pieza clave en la historia de la literatura de todos los tiempos y una obra inmortal 2

Un verdadero clásico logra meternos en un mundo paralelo. “Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes”, agrega Calvino. Y este objetivo lo logra, con largueza, la novela Defoe. “Robinson Crusoe pasa por todos los estadios de la civilización occidental: desde la recolección de frutos silvestres a la agricultura y la artesanía hasta llegar a la ganadería, la esclavitud, la evangelización y la planificación Industrial” 3.  

La piedra de toque de todo texto clásico es el resistir la relectura, que el texto posea varias capas que se vayan abriendo ante nuestra persistente mirada, renovándose en cada encuentro. “Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos”, nos dice Calvino en el texto anteriormente mencionado.

Un clásico nace en un momento histórico determinado que lo explica y a la vez lo limita. Daniel Defoe (quien llegó al mundo en Londres, alrededor de 1660  y falleció en la misma ciudad en 1731) había nacido Foe (de forma caprichosa agregó la preposición "de" a su apellido para darle un toque aristocrático). El oficio de su padre, un próspero fabricante de velas de sebo, le proporcionó una infancia sin estrecheces. De familia presbiteriana, el joven Defoe dudó entre hacerse clérigo o dedicarse al comercio. Finalmente optó por vender medias, artículos de lana, tabaco y vino. A finales de la década de 1680, había viajado por todo el país, se había casado con Mary Tuffley, con la que tuvo ocho hijos, y había amasado una fortuna considerable. Pero su pasión por los negocios lo convirtió en un especulador y acabó contrayendo innumerables deudas. En 1692, tras asegurar barcos durante la guerra con Francia (algo muy arriesgado), contrajo una deuda de 17 mil libras (una fortuna para aquellos tiempos), por lo que tuvo que declararse en bancarrota y entrar en prisión. La incapacidad para sanear su economía y quedar libre de deudas lo llevaron a ser encarcelado siete veces durante su vida.

Defoe tenía alrededor de 60 años cuando escribió Robinson Crusoe; luego publicaría siete novelas más en los próximos años, entre ellas, Moll Flanders en 1722, Captain Singleton (Aventuras del capitán Singleton) en 1720, Colonel Jack (Coronel Jack) en 1722 y Roxana: The Fortunate Mistress (Roxana o la cortesana afortunada) en 1724. Publicó más de quinientos libros, folletos, artículos y poemas. Era casi una máquina de escritura, con propósitos comerciales y políticos. Sus obras le permitieron dejar una huella en la historia de la literatura.

El 25 de abril de 1719 apareció publicada la novela más popular de Defoe: The Life and Strange Surprising Adventures of Robinson Crusoe, of York, Mariner, que con el tiempo sería conocida simplemente como Robinson Crusoe

El éxito fue inmediato debido a su estilo sencillo, directo y concreto y a su ritmo vertiginoso. También por la creación de un héroe con el que cualquier persona corriente podía identificarse. En su momento, fue el segundo libro más leído después de la Biblia. Uno de los primeros betsellers de la literatura mundial con ciento noventa y seis ediciones entre 1719 y 1898, ciento diez traducciones y un sinfín de reimpresiones, imitaciones y adaptaciones. 

¿Cuál es la clave de esta exitosa historia de aventuras? Las numerosas y disímiles peripecias que relata. Narra la vida de un hombre que desde su juventud siente la necesidad de vivir experiencias extraordinarias. Tras pelearse con su padre, decide enrolarse en un barco y salir a navegar. Sufre diversos contratiempos y cae prisionero de piratas, es vendido como esclavo y consigue escapar; llega a Brasil, donde prospera, embarca de nuevo y su barco naufraga. Finalmente se queda solo en una isla desierta en la que tiene que ingeniárselas día a día para sobrevivir durante más de veintiocho años. Con las herramientas que es capaz de salvar de la nave arruinada, y con otras que él mismo fabrica, Robinson Crusoe logra construir una cabaña donde vive protegido de los elementos naturales. Para alimentarse, recolecta frutos, desarrolla varios cultivos en terrenos aledaños a su vivienda, domestica algunos animales y se dedica a la caza.

En ese espacio de soledad, salva la vida a un indígena que iba a ser sacrificado por caníbales y convierte a su nuevo compañero (al que bautiza con el nombre de Viernes por haberse conocido ese día) en algo así como su criado. Le enseña su lengua, costumbres y religión. El libro contiene aventuras de todo tipo: asalto de piratas, naufragio en mares remotos, encuentro con una tribu de aborígenes, un motín y mucho más. Robinson finalmente abandona la isla cuando a esta llega una embarcación cuyos tripulantes se han rebelado. Él es uno de los que ayudan al capitán a retomar el control de la nave. Parte hacia Inglaterra el 19 de diciembre 1686 después de haber pasado veintiocho años, dos meses y diecinueve días en la isla. Al arribar a Inglaterra, luego de transcurridos treinta y cinco años de ausencia, descubre que es un hombre rico.

De Robinson Crusoe se han dicho muchas cosas. En su Emilio, Jean-Jacques Rousseau recomendaba que todos los jóvenes lo leyeran, como el único libro verdadero y suficiente 4. Samuel T. Coleridge describió a su protagonista como “el hombre universal”, considerándolo una figura arquetípica importante. Y es una obra tan inspiradora que ha producido muchas secuelas. El alemán Joachim Heinrich Campen publicó Robinson der Jüngere  (El joven Robinsonen dos tomos aparecidos en 1779 y 1780, respectivamente; el suizo Johann David Wyss dio a conocer, en 1812, Der Schweizerische Robinson (El Robinson suizo)  y con seguridad influyó en otros autores, entre ellos, Jules Verne, quien escribió L'École des Robinsons (Escuela de Robinsones), obra que publicó como libro en 1882 (antes lo hizo por entregas en Le Magazin d’éducation et de récréation durante ese mismo año) 6.

El libro no salió de la nada. Una influencia remota, pero clara, señalada por algunos especialistas, la encontramos en la obra El filósofo autodidacta, del médico e intelectual Ibn Tufail, miembro de la corte de Granada en el siglo XII. El texto cuenta la historia de un niño autodidacta y salvaje, criado por una gacela, que vivió solo en una isla desierta en el océano Índico. 

Muchos investigadores sostienen que Defoe se inspiró en los hechos reales ocurridos al marino escocés Alexander Selkirk, quien se hizo a la mar en 1704 como parte de la tripulación del Cinque Ports. Luego de discutir con el capitán, Selkirk fue abandonado a su suerte en una isla del archipiélago Juan Fernández, en medio del océano Pacífico, donde permaneció hasta que fue rescatado, en 1709, por Woodes Rogers, quien estaba al frente de la nave Duke. La isla donde sobrevivió el marino sin compañía humana fue bautizada Robinson Crusoe en 1966 y otra, localizada en el extremo occidental, lleva el nombre de Selkirk. Sin embargo, Defoe ubicó el islote donde transcurre su relato en el delta del Orinoco, no en las aguas remotas del Pacífico Sur. Se especula que el autor pudo haber entrevistado al navegante escocés y que conocía varias versiones publicadas de la historia de Selkirk. 

Vamos ahora a la lectura inicial y a las relecturas de esta novela. Es frecuente que el libro “clásico” llegue a nuestras manos por recomendación de un adulto que lo leyó siendo niño. El emocionado recuerdo que esta persona conserva de la obra lo lleva a recomendarlo a los chicos. Curiosamente, Robinson Crusoe y muchos títulos más no fueron escritos para lectores infantiles y juveniles, sino para el público adulto. Así sucede con Las aventuras de Alicia en el país de las Maravillas, de Carroll, y Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift, entre otros. 

La edad a la que ocurre el encuentro lector con una obra clásica es un aspecto condicionante y decisivo. Si leímos el libro cuando éramos muy jóvenes, seguramente teníamos una gran curiosidad, pero es muy probable que ignoráramos el contexto en que fue concebido y careciéramos de elementos suficientes para valorarlo y hacer un análisis crítico. Por eso, cada lectura posterior constituye una experiencia diferente, ya que hemos crecido como lectores y como personas, lo que nos permite descubrir en el texto otras capas de sentido que antes no pudimos apreciar. 

Les confieso algo: hay clásicos que he leído más cinco veces como The Adventures of Tom Sawyer (Las aventuras de Tom Sawyer), de Mark Twain, publicado en 1876; Treasure Island (La isla del tesoro), de Robert Louis Stevenson, aparecida en 1883, y Le Petit Prince (El Principito), de Antoine de Saint-Exupéry, que vio la luz en 1943. En cada lectura que realizo de estas obras, siento que descubro nuevas aristas de los personajes, que se me revelan detalles en los que antes no había reparado, que establezco nuevas conexiones entre lo que leo y mi manera de ver el mundo.    

Primera lectura

Leí el Robinson al inicio de mi adolescencia, mi época libresca por antonomasia, cuando una gran biblioteca era casi mi única ventana al mundo. Luego lo releí en la época de mis cuarenta y ahora, en mis setenta, en medio de esta pandemia, precisamente con el objetivo de elaborar una nota que me permitiera reflexionar la manera en que leemos los clásicos.

Su encanto en la primera lectura fue subyugante, era el paradigma de la aventura adánica. El protagonista llegaba a una isla virgen, donde debía sobrevivir solo y sin casi ningún medio para lograrlo. Todo era nuevo para él, tan nuevo como era el mundo para mí en aquel entonces. Me esperaba la aventura de emprender mi camino por la vida adulta, de crecer mientras lo hacía, en fin, de hacerme un hombre. Y tenía que armar, por mí mismo, un proyecto existencial propio y hacerme responsable de llevarlo a buen término. 

El libro sembró en mí el deseo de vivir aventuras, que aún no me ha abandonado, y la inquietud de trazar mi propia hoja de ruta. La vida se presentaba ante mí como un horizonte abierto y tentador, como un mapa lleno de lugares por conocer y de experiencias inéditas. Desde entonces he sido un gran viajero, mas no a islas desiertas. Y lo más importante: me aportó algo que considero decisivo: me llevo a creer en la idea de que siempre es posible reinventarse.

Segunda lectura

En la madurez fue muy distinta la experiencia de leer la novela. Dejé de ver la historia como una aventura adánica, porque Robinson, gracias a Defoe, llevaba consigo todo el bagaje cultural y tecnológico de su época. Estaba imbuido de las ideas de productividad y progreso, del poder de la razón y del hombre para dominar la naturaleza. “El libro es un himno del trabajo humano”, dice Italo Calvino. Se lo ha descrito como la “Biblia de las virtudes mercantiles e industriales, epopeya de la iniciativa individual” 7. La isla salvaje puede interpretarse como una especie de tierra prometida a la que el trabajo laborioso de un hombre blanco puede convertir más que en un vergel en un lugar productivo a su servicio. 

Empecé entonces a vislumbrar su entraña calvinista basada en el trabajo perseverante, la disciplina férrea y el progreso a cualquier precio. Llegué a interpretarlo como un símbolo del puritanismo: un hombre hecho a sí mismo, capaz de sobreponerse a condiciones extremas y de autocontrolarse en cualquier tipo situación, incluso la más adversas. Luego entreví en el personaje Crusoe rasgos negativos como el de sentirse superior a Viernes por considerarse a sí mismo representante de un mundo más civilizado que el del otro. He de confesarles que estos descubrimientos provocaron que la posición del libro entre mis ídolos literarios descendiera un poco. A mi relativo desencanto contribuyó conocer algunos detalles de la vida del autor, a quien entonces juzgué desde los rígidos cánones morales que sustentaba entonces.

Se dice que Defoe supo reflejar con claridad el empuje de la burguesía y el hundimiento de la nobleza. Su héroe no solo encarna la lucha por la vida y la evocación de la profunda soledad del ser humano, también representa la decisión de la clase social a la que pertenecía el autor: la clase burguesa, que se convierte por aquellos años en el auténtico motor de la economía y la política de Inglaterra. Karl Marx lo vio claramente, sostendría que las robinsonadas, lejos de elogiar el retorno a una vida primitiva, anticipaban la sociedad burguesa, el modo de producción capitalista 8. Hay un hecho que lo retrata así: en el duodécimo capítulo, la primera palabra que Robinson enseña a Viernes es “amo”.

En esta historia, Defoe no se limitó a relatar con maestría una serie de acontecimientos entretenidos y emocionantes. Su obra presenta, asimismo, una visión de la sociedad inglesa de su época. Robinson desarrolla en la isla una actividad productiva permanente trabajando sin descanso. Calcula costes, gasta de manera prudente, guarda la primera cosecha para poder sembrarla de nuevo. Cumple el sueño burgués de tener varias viviendas y los almacenes repletos. Elige la combinación óptima de tiempo dedicado a la producción y el dedicado al ocio. Y decide qué cosas producir en cada momento (usualmente las alternativas consisten en sembrar y recolectar o en elaborar herramientas de caza y pesca).

Desde luego Robinson no es un hombre libre, defensor a ultranza de la naturaleza. Ni tampoco representa el ideal del salvaje no contaminado por la civilización como lo ve Rousseau. Ni mucho menos defiende una utopía. Es la imagen del perfecto colonizador británico: confía en la justicia suprema, posee unas creencias religiosas estables y coherentes, no siente tentaciones sexuales y actúa según un criterio de eficiencia máxima. Es cierto que muestra en numerosas ocasiones su aprecio y afecto por Viernes, al que se refiere, en ocasiones, como su sincero amigo. Sin embargo, Viernes no deja de ser el símbolo de las razas sometidas. Compañero inseparable, aunque inferior y carente de autonomía. 

En la novela de Defoe, su protagonista reconstruye un mundo ya conocido por él en la isla a donde llega. No cambia su discurso, sino que lo adapta a su condición de náufrago. Implementa una idea capitalista en la que no hay lugar para ninguna forma de utopía ni de igualdad posibles. Robinson Crusoe deviene canto al individualismo, a lo que alguien puede lograr solo, sin necesidad de los otros.

Tercera lectura

Aprovechando las horas largas y silenciosas de la pandemia he vuelto, una vez más, a retomar mi ejemplar de Robinson Crusoe 9. Y quiero compartir mis hallazgos en esta reciente relectura, que espero no será la última. La novela es una metáfora de la desnudez humana ante las fuerzas abrumadoras de la naturaleza, pero al mismo tiempo nos dice que es posible crear un mundo habitable y cómodo para el hombre. 

El dilema robinsoniano es el eterno drama humano frente al mundo. El hombre tiene que hacerse de un “lugar” en él. Robinson se ve obligado a transformar la naturaleza para sobrevivir en ella. Y también vive el drama existencial que experimenta el hombre ante lo desconocido, ante los misterios de la realidad, ante lo ígnoto de su destino. La novela también tiene connotaciones bíblicas: nos recuerda la historia del hijo pródigo, quien se escapa de casa para finalmente regresar al hogar que abandonó, y la de Job, cuando este clama: “Señor, sé mi ayuda, porque yo soy de mucho dolor” al igual que Robinson cuestiona a Dios, preguntándose: “¿Por qué ha hecho esto Dios? ¿Qué he hecho?”.  

Un fuerte contenido alegórico recorre todo el libro. Robinson acaba triunfando sobre el medio natural. En sus páginas está planteada una cuestión fundamental: la llamada "paradoja de la isla desierta" porque la isla, al igual que la naturaleza, con sus rigores y retos, es también el espacio de lo maravilloso por excelencia, de las metamorfosis y de los espíritus elementales. 

Concluyo con mi recomendación entusiasta de volver a leer Robinson Crusoe, o leerlo por primera vez, por varias razones. Por el placer enriquecedor del libro y como reflexión sobre la condición humana. También porque la lectura y las relecturas nos permiten ver los cambios ocurridos en nuestra subjetividad, en nuestro mundo interior. Un clásico como este nos brinda la oportunidad de valorar el rumbo que ha tomado nuestra vida. Es el espejo donde podemos mirarnos y comprobar cuánto hemos cambiado.

La literatura es viaje o lucha, según Alberto Manguel. Robinson Crusoe tiene buenas dosis de ambos. Por todo ello, es ya un icono en la literatura de viajes, un reflejo de la batalla del hombre por vivir en planeta, y un libro al que una generación tras otra habrá de volver 10

Notas:
1. Calvino, Italo: ¿Por qué leer los clásicos? Tusquets, Marginales: Barcelona, 1993. pp. 122.
2. Blake, Quentin y Julia Eccleshare. 1001 libros infantiles que hay que leer antes de crecer. Random House: Barcelona 2010. pp. 708.
3. Vinçenc Pages Jorda. De Robinson Crusoe a Peter Pan. Un canon de literatura juvenil. Ariel. Madrid 2009. p. 234.
4. Pagès Jordà, Vinçenc. De Robinson Crusoe a Peter Pan. Un canon de literatura juvenil. Ariel: Madrid 2009. p. 235.
5. Wyss, Johann. El Robinson suizo. Random House: Barcelona, 2015.
6. Verne, Jules. Escuela de Robinsones. RBA: Barcelona, 2008.
7. Pagès Jordà, Vinçenc. Ob. cit., p. 235.
8. Pagès Jordà, Vinçenc. Ob. cit., p. 235.
9. Defoe, Daniel. Obras selectas. Robinson Crusoe. Moll Flanders. Edimat Libros: Madrid, 2002.
10. González-Rivera, Juliana. La invención del viaje. Alianza Editorial: Madrid, 2019.