"Nocturno", "Agosto", "Follaje", "El día que crecí"

Ángeles Quinteros
Nocturno


Atardece: miramos el cielo
y encontramos el lucero
por donde entra la noche.

Recogemos los últimos rayos
y con ellos tejemos abrigos
para la próxima estación.

Un pequeño mirlo
se camufla en el cielo:
una constelación se delinea.

Caquis y ciruelas
colgados de las ramas,
como faroles de un jardín luminoso.

El viejo reloj
marca años por segundo
y el tiempo se deshace.

Las cortinas son párpados
que liberan la noche
escondida en sus pliegues.

Contamos las ovejas
que caben en la cama:
la quietud de su lana nos arropa.

Un silencio de agua
trae el viento en sus alas.
El día se monta sobre ellas.

La voz de los grillos
encienden cada rincón.
Bordamos con ella una canción.

A, b, c, d…
trazamos el alfabeto
entre nuestras sábanas celestes.

Con las manos inventamos
sombras chinas de animales.
Una granja se proyecta en el muro.

Ecos de pequeñas canciones
se deslizan entre bostezos:
rondas olvidadas en la plaza.

Soplamos la última vela
y pedimos un deseo 
antes de dormir.

Agosto

Noche de agosto:
en el aromo
las primeras estrellas.

Silencio.
Una samara cae
lento, como el otoño.

Tras la lluvia
alas cansadas
de la flor del cerezo.

Sobre hojas secas
mi sombra marca
las siete de la tarde.

Viento norte
desprende la lluvia
de las hojas del arce.

Breve
como un copo de nieve
el diente de león.

Mañana nubosa.
La noche
se resiste a desaparecer.

Rocío,
diamantes pasajeros
entre la hierba.

Ramas de otoño
un entramado de caminos 
que llevan al sol.

Domingo en silencio.
Los pájaros
se preparan para la lluvia.

Brisa de atardecer
los frutos del jacarandá
aplauden levemente.

Anochece.
Los restos del día se posan 
en la copa de los árboles.


Follaje

Salta el sol
con pasos diminutos
que estampa en cada hoja
de eléctricas pecas.

Cada charco de luz 
una poza
donde las plumas del jilguero
encienden el follaje.

El sol y el jilguero
tan brillantes,
que hacen apartar la vista.


El día que crecí

¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó
a encender la luz, más rápido que el pensamiento
de las personas mayores.
Enrique Lihn

El día que crecí
fue un jueves por la mañana.
Me miré al espejo y dije: 
“Hoy es el último día”.

Tomé mis binoculares y salí al patio.
Allí, entre la maleza,
mi triciclo me cerró el ojo.
Yo me hice la tonta.

Trepé por el sauce
a observar a la vecina:
también se estudiaba ante al espejo
mientras teñía su pelo blanco.

Ese día, el que crecí,
no quise salir a cazar fantasmas
ni ponerme uñas rojas
con los pétalos del cardenal.

Algo no andaba bien.
La ropa me quedaba pequeña
y mi madre me observaba fijo:
ella ya lo sabía.

Miré los juguetes avergonzada, 
que ordenados sobre el baúl
me devolvieron la mirada
con ojos vacíos como canicas.

¿Qué podría haberles dicho?
¿Que prefería despedirme en silencio?

Porque el día en el que uno crece
parece no haber vuelta atrás,
y los adultos te informan:
“Ya eres toda una señorita”.

¿Será posible
ser niña
y adulta
a la vez?

¿Será posible
no tener que parecer
toda una 
se-ño-ri-ta?

Porque quiero saber los secretos,
quiero aprender las palabras
y conocer los lugares
a donde los mayores van.

Pero no quiero olvidar el idioma 
que ayer hablaba:
uno hecho de triciclos,
binoculares,
y cardenales.