La máquina de Teo

Eddy Dí­az Souza

                                    A mi primera máquina de escribir.

 

A Teobaldo le regalaron una máquina de escribir. La máquina había pertenecido a un tío suyo que la había heredado de otro tío, que a su vez la había heredado de otro tío, cuyo tío… 

Era una máquina de escribir bastante vieja. 

Pero a Teobaldo le gustó mucho. La máquina tenía un aspecto bestial, corpulenta y afable como una tortuga o como una moto con sidecar. Parecía sonreír de oreja a oreja, mostrando sus cuarenta y ocho dientes, desde la tecla de Retroceso hasta la tecla de Mayúsculas.

Sus amigos no aguantaron la risa. Una máquina tan vieja, tan pesada, tan arcaica, no podía compararse a sus veloces computadores que tenían dos cornetas como par de orejas, y un micrófono, y dispositivo para CD, y luces, y pantalla plana, y mouse óptico y…

Pero Teo era feliz con su máquina de escribir. Porque no era una máquina común y corriente. No, para nada. Aquella era una máquina que escribía sola. ¿Quién, en el mundo, podía tener una igual? Nadie. Solo Teobaldo tenía la máquina perfecta: la máquina de hacer las tareas escolares. Es cierto que estaba algo achacosa, gruñona y que masticaba lentamente las frases; es cierto que una tecla se ponía a pensar mientras la otra golpeaba la pálida hoja, al ritmo frenético de un colibrí que enamora la rosa; es cierto que tenía una tos profunda, como de lámpara mágica en la que dormita un antiguo genio; es cierto, que era una máquina “prehistórica”, pero nada ni nadie le impediría cumplir con su responsabilidad: hacer todas las tareas de Teobaldo. Ella sería absoluta responsable de redactar, tachar, pensar y solucionar cualquier asunto escolar y, ¿por qué no?, sentimental. 

¡Enhorabuena! Teo no necesitaría mover ni un dedo, ni siquiera los labios para decir palabra o los ojos para encontrarlas.

Loco de contento, Teobaldo dio a la máquina sus trabajos pendientes de matemática, historia, geografía, literatura, física, biología, dibujo, psicología, química, matemática, historia, geografía, literatura, física, biología, dibujo, psicología, química, matemática, historia… 

Y la máquina escribió sola. 

Luego le ordenó que hiciera un poema. Y ella, obediente, escribió uno. 

¡Oh, qué bien sonaba aquel poema! Tanto le gustó a Teo, que le ordenó a su máquina que escribiera otros más. Y la máquina escribió dos, escribió tres, escribió cuatro… Hizo un garabato. Y escribió seis, escribió veinte, escribió cien… ¡Requetebién! Más de mil y un poemas. 

Poemas a la escuela, 

poemas a la maestra, 

poemas a la que no era novia de Teobaldo, pero que algún día lo sería; 

poemas al panadero, 

poemas a la fuente del parque, que de tan vieja y olvidada ni chorro de agua echaba; 

poemas a la naturaleza, 

poemas al trabajo, 

poemas a las lombrices y también a las narices; 

poemas, poemas, peomas, 

pamoes, maopes, peamos… 

Nada ni nadie podía detener a la máquina de escribir. Trabajaba de día y trabajaba de noche: tacla tacla tacla tacla…, sin parar. 

Si no hubiera sido por aquel pequeño desenfreno de la máquina… 

Si no hubiera sido por aquel insoportable tacla tacla tacla tacla que tenía a medio pueblo de mal genio y sin poder dormir… 

Si no hubiera sido porque las hojas se lanzaron al aire con todos los versos… 

Si no hubiera sido porque la profe de Literatura descubrió que un párrafo firmado por Teobaldo era copia idéntica de un texto de Cervantes… 

Si no hubiera sido porque Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena… 

Si no hubiera sido porque en la suma de la máquina, 2+2 era igual a dos cisnes que se miran con el rabito del ojo… 

Si no hubiera sido porque la máquina hablaba y hablaba sola, todo el tiempo, sin necesidad de conectarse a Internet o abrir una ventana para chatear… 

Si no hubiera sido porque la maestra de piano dijo que la máquina estaba embrujada… 

Si no hubiera sido por aquel ramillete de disparates ortográficos y geográficos, el director de la escuela no habría puesto cara seria, la más seria cara de su vida, una máscara agria que no solía usar ni en sus peores días festivos… 

Si no hubiera sido un mal día, Teo se habría quedado con su máquina de escribir, por siempre. 

Pero ahí está. Bajo la campana de vidrio sordo, en este Museo que nadie visita, la máquina que teclea, teclea, teclea… y sueña.