Janina Pérez de la Iglesia.
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Erico y las belindas

Janina Pérez de la Iglesia
Por extraño que pueda parecerte, aquella mañana Erico se levantó con ganas de ir a la escuela. Pero no creas que sentía unas ganas pequeñas, no señor. Eran de esas ganas que acaban contigo: insoportables, terribles, algo parecido a saber que hay helado de chocolate en la nevera y no te dejan probarlo hasta después de la comida. Eran unas ganas tan grandes que apenas había puesto un pie fuera de la cama y ya estaba vestido, peinado, los dientes cepillados, listo para salir como una flecha por el camino. Y eso no le gustó ni pizca, porque él nunca sentía ganas de ir a la escuela, y encima era lunes. 

Debo decirte ahora, antes que empieces a hacerte ideas por ti mismo, que Erico es un duende, no un niño. No es un duende feo, pero tampoco es bonito. Mejor ni te cuento cómo es y así te lo imaginas parecido a todos los duendes, medio enano, medio orejón, medio cabezón y con unos lunares en la nariz que parecen quesos suizos.

Sintiendo que los pies se le iban volando, Erico demoró tres segundos y medio en recorrer el camino que pasaba por delante de su casa y terminaba en la escuela. Era un camino largo porque la escuela quedaba en el extremo norte del bosque de los mil árboles, y la casa de Erico estaba en la raíz del último árbol, en el extremo sur. Cada día, en lo que recorría el camino, Erico iba contando los mil árboles de uno en uno. Pero esa mañana no pudo porque iba más rápido que un cohete moderno que acaban de lanzar al espacio, y que lleva la cola prendida. 

La escuela aún estaba vacía y Erico se sentó en la silla, pegó los codos a la mesa, acomodó la barbilla sobre las manos y comenzó a pensar en aquello que le ocurría. Pensó con su pequeño cerebro de duende en esas ganas de ir a la escuela que aún no se iban aunque lo normal es que ya se le hubiesen pasado, porque estaba en la escuela, en su mesa y su silla, es decir, que su deseo se hallaba cumplido. Pero no era así. Aquello, lo que fuese, le seguía causando cosquillas por el cuerpo y revolviéndole un poco la barriga. Igual que cuando vas en un carro y coge curvas. Pero Erico jamás había subido a un carro, y en el bosque de los mil árboles no hay curvas.

Lo peor es que a medida que iban llegando los otros estudiantes, que tampoco eran niños como tú, sino duendes parecidos a Erico, elfos, gnomos, hadas y otras criaturas, las ganas crecían y crecían en el interior del cuerpo, y Erico temblaba como tiemblan los duendes en mitad de la nieve de diciembre, pero transcurría el mes de julio. 

―¿Estás bien? ―preguntó la maestra al pasar por su lado.

―Creo ―dijo Erico, para nada seguro.

―Entonces enderézate el gorro. Se ha torcido. 

Erico puso el gorro en el centro, es decir, cubriendo su coronilla, pero los temblores volvieron a desplazarlo hacia la oreja izquierda, y pensó que lo mejor era quitarlo de su cabeza y meterlo en el bolsillo. Entonces, la maestra ordenó que hicieran una fila para salir al pasillo y luego avanzar hacia el final, donde había un local más grande y mejor iluminado gracias a unos ventanales que iban desde el techo hasta el piso. Encima de la puerta habían pintado con letras barrigudas: “Laboratorio de Química”. 

Cuando Erico entró al laboratorio las manos le sudaban frío, ya imaginas lo que eso significa. Las manos sudan así cuando te llevan a vacunar, o al dentista. Algo malo estaba por ocurrir, supo Erico, algo terrible, pero ni así desaparecían esas ganas extrañas de estar en la escuela, de seguir allí. Se subió a la banqueta que era muy alta, de esas que parecen un tornillo para que te sientes encima, y comenzó a mezclar sustancias químicas con los nervios y los pelos de la nuca de punta, olvidando que el gorro seguía en el bolsillo. Cualquiera sabe que la mitad de los poderes de un duende se encuentran en su gorro, y la otra mitad en las botas. Sin darse cuenta, Erico comenzó a confundir las fórmulas químicas porque no es fácil pensar solo con las botas, y en vez de añadir sulfato a la reacción, le puso sales de Prusia. 

El estallido fue escuchado en seis kilómetros a la redonda y dejó un agujero de nueve metros de profundidad en el piso. Las ventanas se hicieron añicos.

Por las orejas de todas las criaturas, comenzó a salir el humo.

―¡Todos al piso! ―gritó la maestra.

Pero ya estaban en el piso. La explosión no había dejado nada en pie. O sí. Cuando lograron alzar la mirada, que es lo primero que logras alzar cuando una explosión te ha pegado como una calcomanía al suelo, vieron aquellas criaturas extrañas pero también hermosas que en el bosque de los mil árboles se llaman belindas.

No una, sino tres belindas. Si ver una de estas criaturas es absolutamente raro ―casi imposible, diría yo― imagina que te encuentres a tres de golpe, elevándose en el aire, saliendo como tres globos aerostáticos del agujero del piso. ¡Increíble! 

―¡Todos de pie! ―ordenó la maestra. 

No quería que sus estudiantes perdieran detalle de semejante aparición, algo así lo estarían recordando de por vida y contarían la historia a sus hijos en las noches, antes de ir a dormir.

Las belindas sonrieron a todos, pero mirando solamente a uno.

―¡Eres nuestro salvador! ―dijeron las tres a un tiempo. Aquellas voces se desparramaron como música por el laboratorio y ya nadie pensó en lamentar la explosión, el humo por las orejas, los ventanales rotos o el agujero del piso. 

Las belindas avanzaron por el aire peligrosamente. Estaban tan cerca que Erico pudo sentir el vientecillo frío que acompaña a toda belinda penetrando por su nariz. Tanto así, que tuvo que aguantarse un estornudo.

―¡Todos atrás! ―ordenó la maestra―. ¡No se dejen engañar, recuerden que son belindas!

Todos dieron un paso atrás. También Erico, que ya no sentía ganas de estar en la escuela, sino a mil árboles de distancia de allí, en su casa caliente, en su cama, bien acomodado bajo la cobija. Las belindas son las criaturas más tramposas de todas las criaturas que existen en el bosque de los mil árboles, y utilizan su hermosa voz para encantar a aquellos que se cruzan en su camino. Después que te han encantado, estás frito. Lo más prudente que puedes hacer es taparte los oídos con las manos y esperar que la belinda se aleje volando, cosa que hará de inmediato porque una belinda no se está quieta un segundo. Erico tapó sus orejas usando las migas del pan de la merienda, pero como sus orejas eran enormes tuvo que usar todo el pan, así que pensó que ya no podría merendar ese día. Poco después, las belindas se aburrieron de estar allí y salieron volando hacia el pasillo. 

Erico se quitó las dos tapas de pan de las orejas.

―Y ahora, ordena y limpia esto ―dijo la maestra―. Procura que los mosaicos del piso sean iguales a los que había antes, de color amarillo.

Alarmado, Erico vio como sus compañeros de grupo desaparecían por la puerta, uno a uno, hasta dejarlo solo. Finalmente suspiró y comenzó a crear mosaicos porque un duende es capaz de crear muchas cosas, pero los mosaicos no salían con el color amarillo de los mosaicos antiguos porque el gorro seguía en el bolsillo, así que Erico reconstruyó el piso con unos mosaicos horribles y las ventanas quedaron torcidas, aunque lo importante es que entraba más sol que nunca. Cuando la maestra volvió casi cae desmayada por la impresión, entonces castigó a Erico enviándolo a casa el resto de la semana. Un castigo bien extraño, pero uno nunca sabe lo que se le puede ocurrir a una maestra después de vérselas con una explosión y tres peligrosas belindas el mismo día.  

Erico salió de la escuela y lo primero que hizo fue echar un vistazo al largo camino que tenía por delante. Ya no sentía ganas de volar como una flecha por él, y encima, acababa de recordar que llevaba el gorro en el bolsillo y a causa de eso le habían ocurrido todas las desgracias ese día, así que lo sacó, lo alisó y se lo encasquetó lo mejor que pudo pensando que ya para nada serviría. Comenzó a caminar por el bosque contando los árboles y al llegar al número quinientos, es decir, al arribar a la mitad del camino, pegó un frenazo y se quedó como un bobo mirando hacia arriba.

Sobre su cabeza, las belindas hacían el truco de inflarse como pelotas y desinflarse hasta quedar tan delgadas como el filamento de un bombillo. Lo mejor de este truco es que las belindas, mientras lo hacen, solo pueden hablar, pero no cantar, porque no puedes cantar y engordar, o cantar y adelgazar. Así que comenzaron por decirle, las tres a un tiempo, a Erico:

―Hermoso duende que nos has salvado, ahora te seguiremos allí donde vayas.

Erico se estremeció imaginando algo semejante. Con tres belindas detrás de él, siguiendo sus pasos, su vida estaría acabada. Una verdadera desgracia.

―Ustedes son muy amables ―dijo Erico rascándose detrás de una oreja y pensando a toda máquina―, pero mi vida es muy aburrida. Solo ir y volver de la escuela y un montón de tareas que me dejan y que debo entregar al otro día. Ya saben lo que eso significa.

―Ir y volver de la escuela nos encantará. Te ayudaremos con las tareas, hermoso duende ―dijeron las tres belindas soltando aire y adelgazando cada vez más.

―Pero ahora estoy castigado y no iré a la escuela ―siguió Erico―, así que se aburrirán.

―Estar castigadas junto a ti nos encantará, hermoso duende que tuviste a bien liberarnos ―dijeron ellas comenzando a coger aire para inflarse―. Si no hay escuela, podemos jugar. 

Pero como Erico se había colocado el gorro su cerebro de duende comenzaba a funcionar cada vez más rápido y por completo, no solo una mitad. Entonces, recordó que en el bolsillo llevaba una balina. La sacó y mostró en la palma de su mano.

―¿Saben qué es esto? ―preguntó.

―Una balina ―respondieron ellas con una mueca de disgusto, como diciéndole a Erico no somos tan tontas, o algo parecido.

Erico mostró una sonrisa enorme y las belindas sonrieron también. Pero de haber prestado más atención, hubiesen notado una extraña claridad en los ojos de Erico. Y todo el mundo sabe que los ojos de un duende se iluminan de ese modo cuando una idea se le acaba de ocurrir.

―Vamos a jugar.

―Es imposible jugar con una balina ―se lamentaron ellas―. Si tuvieses dos, o más, podríamos hacerlo.

―No es imposible ―dijo Erico, y todavía le brillaban los ojillos―. Este juego se llama escóndete y verás.

Las belindas soltaron aire rápidamente.

―¿Escóndete y verás? ¿Qué juego es ese?

―Esconderse dentro de la balina ―dijo Erico―, pero no estoy seguro, creo que ustedes son muy grandes… y son tres… no van a caber en un espacio tan pequeño. Mejor juego yo solo.

Las belindas le echaron una mirada afilada como un puñal.

―¡Claro que cabemos! ―chillaron a una voz, y sonó tan espeluznante aquel grito que hasta las hojas de los árboles y los tallos y los mil árboles arrancaron a temblar.

Entonces se volvieron tan pequeñas como la cabeza de un alfiler, y de un golpe entraron en la balina que Erico sostenía en su mano.

Rápido, tan veloz como un rayo, Erico se agachó, hizo un agujero con la mano que le quedaba libre, dejó caer la balina, tapó el agujero, se puso en pie y saltó hasta notar la tierra del camino perfectamente apisonada, como si una planadora hubiese pasado por allí. Después, pegó un suspiro enorme y cayó sentado hacia atrás. ¡Qué alivio! Se había salvado por un pelo y encima tenía cuatro días de vacaciones. Imaginó todo lo que podría hacer en esos días y después se levantó y se fue contando los árboles y pensando que cada mañana, al ir y volver de la escuela, no debía olvidar caminar con mucho cuidado al llegar a la mitad del camino.