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Ana Marí­a Shua: "Para mí­, la escritura siempre ha sido un acto volitivo"

Antonio Orlando Rodrí­guez

Reconocida como la gran figura de la microficción en nuestra lengua, con libros como La sueñera, Casa de geishas y Fenómenos de circo, la argentina Ana Marí­a Shua (Buenos Aires, 1951) ha desarrollado, de forma paralela a su labor dentro de la narrativa para los lectores adultos, una importante carrera como autora de libros para niños y jóvenes. Dentro de esta vertiente se destacan obras suyas como La fábrica del terror, Las cosas que odio y otras exageraciones, El valiente y la bella, Planeta Miedo y Dioses y héroes de la mitologí­a griega, entre otras. En esta entrevista indagamos sobre los inicios de Shua como escritora, su trabajo para los más jóvenes lectores y su exploración de la tradición oral universal. 

¿Cuándo y cómo descubrió que tení­a el don de crear historias y de escribirlas?

En realidad, nunca tuve el don de crear historias. Mi don literario fue otro: el saber gozar con el lenguaje, en especial con el lenguaje escrito. El placer, la habilidad y la alegrí­a de juntar palabras nacieron conmigo. En cambio, aprender a contar fue un proceso de aprendizaje, lento y doloroso. Empecé escribiendo poesí­a en la escuela primaria. A los quince años gané mi primer concurso literario con un un libro de poemas. Quizás no se nota porque empecé tan joven, pero dominar la técnica del cuento me llevó muchos años. Yo querí­a que mi primer cuento fuera como mí­nimo un gran aporte a la literatura universal. Y como buena lectora, no podí­a engañarme: después de un par de párrafos me daba por vencida. A los veinte años empecé a buscar trabajo como periodista. Por esa época, a fines de los años 1970, habí­a pocas mujeres periodistas salvo, claro está, en las revistas femeninas. En una que publicaba fotonovelas (un género hoy desaparecido) y cuentitos románticos, me propusieron que escribiera algunos de esos relatos. Ya no se trataba del Gran Arte: escribir cuentitos románticos era mucho más elemental, menos paralizante. Me inventé un seudónimo muy sonoro, Diana de Montemayor, y escribí­ cuatro historias con toda facilidad, una detrás del otra. Eso me soltó la mano y pude empezar a trabajar en mis propios cuentos. De a poquito, empecé a escribir y, a los 26 o 27 años, tení­a armado mi primer libro de cuentos, Los dí­as de pesca, y parte de La sueñera, microrrelatos.

Usted ha escrito varias novelas, pero es un referente ineludible en el territorio de las microficciones. ¿Cómo transita de una forma a otra? ¿Qué le exige cada una?

Soy una lectora omní­vora y apasionada, todo lo escrito me interesa. Quizás ese sea uno de los motivos por los que escribo géneros tan distintos: cuento, novela, microficción, poesí­a, guión de cine, literatura infantil... Sin embargo, no tengo la suerte de ser uno de esos escritores a quienes las ideas los persiguen y los desbordan. Para mí­, la escritura siempre ha sido un acto volitivo. Como escribir es una decisión voluntaria, pienso primer en qué género quiero avanzar y me lanzo en esa dirección. Por ejemplo, en el caso de los microrrelatos, dejo pasar varios años entre un libro y otro para no repetirme: en esos años no escribo ni un solo breví­simo, simplemente no se me ocurren. Es poco lo que puedo decir sobre el proceso de creación. Lo que siento es que produzco cada género con una operación tan distinta como si utilizara otra parte de mi cerebro. Jamás un microrrelato creció para convertirse en cuento, nunca un cuento se me transformó en novela. Primero elijo el género en el que quiero escribir, y después busco una idea adecuada para ese género.

¿Podrí­a decirse que la microficción tiene una parentesco cercano con la poesí­a en prosa?

No necesariamente, todo depende de cómo los trabaje el autor. Por ejemplo, las minificciones de Eduardo Galeano se acercan más a la anécdota. Y la microfiction, o flash fiction, o sudden ficcion en inglés es claramente cuentí­stica. En algunos de mis propios textos hay más relación con la poesí­a, (pero no en todos), sobre todo en su construcción, porque los microrrelatos exigen un tipo de perfección que sólo se puede comparar con el de un poema. Cada palabra tiene que estar calibrada y ajustada. No se trata sólo del sentido, el micro debe tener un ritmo, un sonido redondo y perfecto. En tanta brevedad no hay margen para el más mí­nimo error, desliz, disonancia. Así­ es como después resultan tan difí­ciles de traducir.

¿Cómo llega usted a la literatura para niños y jóvenes?

Yo era ya una escritora para adultos, con muchos libros publicados, cuando en 1988 la editorial Sudamericana, decidió organizar su departamento de literatura infantil. Como yo era autora de la casa y tení­a tres hijas pequeñas, pensaron que podrí­a escribir cuentos para niños. Y no se equivocaron. Fue así­ como empecé a escribir mi primeros libros infantiles, por encargo. Desde hací­a quince años, yo trabajaba como redactora creativa en agencias de publicidad, mientras escribí­a mis primeros libros. Pensé que la literatura infantil serí­a un campo profesional que me permitirí­a ganar dinero y despegarme de la publicidad, un trabajo divertido y bien pago pero del que ya estaba un poco cansada. Así­ fue, y poder dedicarme solamente a la literatura es maravilloso.

¿Qué diferencias sustanciales hay en su trabajo cuando se trata de un libro para adultos y de uno para jóvenes lectores?

Yo no creo en la literatura juvenil. Para mí­, los chicos de doce años para arriba ya están en condiciones de leer cualquier cosa y deben hacerlo. Siento mucho que se haya puesto de moda darles textos premasticados. Sí­ creo en la literatura infantil, que se define por su receptor: se trata de una literatura dirigida a los niños. Es decir, cuando escribo para niños debo tener en cuenta que me dirijo a lectores que no tienen completamente desarrollado el pensamiento lógico, tienen menos vocabulario y sobre todo, menos experiencia. Ahora bien, esas caracterí­sticas del receptor no le ponen lí­mites al desarrollo del género: el único lí­mite verdadero es el talento del autor. Cada vez que se trata de establecer una preceptiva para literatura infantil, aparece un genio que patea el tablero. Podrí­amos pensar, por ejemplo, que no es un campo adecuado para la experimentación. Entonces nos acordamos de Lewis Carrol y se terminó ese lí­mite. Podrí­amos pensar que a los chicos no les gustan los libros largos. Entonces vino Harry Potter y tiró por la borda ese prejuicio. Podrí­amos pensar que a los chicos es mejor evitarles las historias truculentas. ¿Qué harí­amos entonces con Roald Dahl? Y así­ sucesivamente.

Dentro de la narrativa para niños y jóvenes, usted ha explorado dos vertientes: las historias de creación propia y las recreaciones de la tradición oral. ¿Qué ha descubierto al explorar esos dos caminos?

Escribir mi propia literatura, para niños o para adultos, es como nadar en el mar en una noche de tormenta. Reescribir la tradición oral es muchí­simo más sencillo, un trabajo de oficio y de investigación, tan descansado como relajarme boca arriba en la pileta. Cuando se trata de un trabajo de creación, el proceso no es distinto al de escribir un cuento para adultos. Yo suelo trabajar mucho con seres sobrenaturales de la literatura popular (anónima, de transmisión oral) de los más diversos pueblos y culturas. En algunos casos, reescribo cuentos populares. En otros casos, creo mi propia ficción a partir de los datos de la leyenda. Me tomo el trabajo de explicar, después de cada cuento, de dónde lo saqué y si es o no un cuento de mi propia invención. No me gustan los autores que se apoderan de la tradición sin informar a los lectores que no están creando sino adaptando o reescribiendo.

¿Qué importancia concede a los mitos, las leyendas y los cuentos populares en la formación de un lector?

Los cuentos populares son los mejores cuentos del mundo. Tienen un excepcional grado de perfección que les ha permitido sobrevivir a traves de muchos siglos, idiomas, versiones y culturas. Contienen en sí­ la esencia misma de lo narrativo, un núcleo ficcional que puede resistir mil versiones sin modificarse y sin perder su atractivo. Durante años estuve convencida, como cualquier escritor de mi generación, que lo más importante de un cuento era la forma en que se lo contaba. Y sin embargo, frente al cuento popular, tuve que admitir que habí­a algo más, algo que todaví­a no soy capaz de definir teoricamente pero que allí­ está, inmutable, algo que se puede contar de mil maneras y sin embargo subsiste, atrapa, sugiere, interesa.

En su libro Las cosas que odio usted enumera algunos de los odios infantiles. ¿Qué odia Shua cuando lee ficciones para niños?

¡Qué linda pregunta! Odio muchí­simas cosas. Odio los cuentos en los que de entrada hay un guiño al lector que dice: no te lo creas, esto es en broma. Me encantan las historias para ser creí­das. En ese sentido, creo que, con la mejor intención y con enorme talento personal, los consejos de Gianni Rodari en su Gramática de la fantasí­a le causaron mucho daño a la literatura infantil. Odio muy especialmente a los niños detectives. Los odiaba incluso desde chiquita, cuando muchas de mis amigas leí­an a Enid Blyton, pero hoy, como el policial vuelve a estar de moda, proliferan de una manera patética. Odio El principito, de Saint Exupery. Lo considero un libro de autoayuda espiritual infantil, donde los consejos morales reemplazan la historia, una guí­a de cómo hay que vivir para ser bueno y feliz. Y por si fuera poco, desagradablemente machista. Odio los cuentos “estirados”, en los que una anécdota mí­nima sirve para llenar páginas y páginas con juegos de palabras, y que suelen ser justo lo contrario de los cuentos populares, tan concentrados y llenos de peripecias. En fin, ¡odio tantas cosas que podrí­a llenar un libro entero con su ennumeración!

Dentro de la literatura infantil y juvenil, ¿existen autores o libros que le han servido como paradigmas en su trabajo como escritora?

Claro, muchí­simos. En la literatura infantil argentina tenemos una fuerte tradición, con muchos grandes autores. En mi niñez me marcaron profundamente los Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, un libro de altí­sima calidad literaria que volví­ a encontrar en la adultez con la misma felicidad. También fue muy importante para mí­ la saga de novelas del genio brasilero Monteiro Lobato. No puedo dejar de pensar en la alegrí­a que le darí­a a Lobato saber que por fin se descubrió petróleo en Brasil. ¡Qué maravilla inventar un personaje como el Vizconde del Marlo, por ejemplo, un choclo que habla! Creo que la poesí­a para niños de Marí­a Elena Walsh no tiene comparación. También hay autores que leí­ como adulta y que admiro profundamente: Michael Ende, por ejemplo, o Roald Dahl. El escritor estadounidense Shel Silverstein tuvo una influencia directa sobre mi libro de poesí­a infantil Las cosas que odio.

Entre sus libros para niños, ¿cuáles le han reportado más gratificaciones y por qué?

¡Ja ja, es como si tuviera que elegir entre mis hijas! Cada uno me ha dado sus alegrí­as. En su momento, el más vendido fue La fábrica del terror. Hoy se luce en todo el mundo de habla hispana Dioses y héroes de la mitologí­a griega. Quiero mucho a mi libro de versos  Las cosas que odio, que gusta y divierte a chicos de todas las edades. Diario de un viaje imposible es mi primer novela para chicos y estoy muy orgullosa de ella. Tengo publicados unos ciento veinte libros para chicos y todos me han gratificado de distinta manera.