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  • Verónica Murguí­a.

Verónica Murguí­a: "Una buena historia y nada de condescendencia"

Sergio Andricaí­n

Verónica Murguí­a nació en México D.F., el 5 de noviembre de 1960. Cursó estudios incompletos de Artes Plásticas y de Historia, más tarde se convirtió en escritora e ilustradora, principalmente de libros para niños. Entre sus obras se encuentran El fuego verde, Auliya, Ladridos y conjuros y Hotel Monstruo. ¡Bienvenidos! Ha trabajado como columnista en varias revistas. Actualmente colabora en el suplemento La Jornada Semanal del periódico La Jornada, donde escribe la columna "Las rayas de la cebra". Imparte clases de literatura para niños y jóvenes en la escuela de la Sociedad General de Escritores de México y es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de su paí­s. Vive en la colonia del Valle, en el Distrito Federal, con David Huerta, su esposo.

En 2013 ganó el premio internacional de narrativa juvenil Gran Angular, que otorga en España la Fundación SM, con su novela Loba.

¿Cómo comenzaste a escribir? ¿Qué te impulsó a hacerlo?

Alguna vez quise ser pintora (estudié parte de la carrera en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, aquí­ en México), porque tengo cierta facilidad para dibujar. Pensaba, equivocadamente, que aunque la escritura y sobre todo la lectura eran lo que más me gustaba en el mundo, la pintura era mi vocación. Pero no era así­. Me gusta mucho el dibujo, pero más la escritura. Y cuando por fin me atreví­ a escribir, me costó más trabajo que el dibujo y que todas las otras cosas que he hecho (maestra de aerobics, vendedora de pan de plátano, secretaria, vendedora de grabados, locutora en la radio durante ocho años), pero me di cuenta de que ni modo, mi destino es escribir, aunque me resulta de lo más difí­cil. Me parece muy arduo, pero la experiencia de la lectura es uno de los placeres de mi vida (leo voraz e indiscriminadamente) y la escritura se derivó más o menos naturalmente de eso. Y digo más o menos porque me resistí­a, empecé a escribir casi a escondidas (no le enseñaba nada a nadie) como a los veintiocho años y nunca he sido parte de un taller.

Hice estudios inconclusos de Historia en la Facultad de Filosofí­a y Letras. Leer a ciertos autores como a Johan Huizinga o a Georges Duby me hizo ver con más claridad que el estudio del pasado y la escritura me permitirí­an formular algunas preguntas que me interesan mucho. Como dice con cierta acidez Javier Marí­as: "sólo en la ficción se puede vivir". Yo en la ficción y en el pasado soy feliz. Mi trabajo como ilustradora es secundario, aunque me divierto como loca cuando ilustro.

¿Podrí­as hacer un breve recorrido por tus libros publicados?

Historias y aventuras de Taté el mago y Clarisel la cuentera fue lo primero que escribí­. Querí­a hacer una novelita para jóvenes en la que estuvieran presentes ciertos elementos mí­ticos como la figura del chamán, el lenguaje mágico y los ritos (estaba leyendo La rama dorada, de Frazer). Ahora ese libro me parece muy vacilante y plagado de errores, pero la experiencia de escribirlo me permitió descubrir por dónde iba la cosa para mí­. Auliya, mi primera novela, está situada, como El fuego verde, en una Edad Media conjetural, pero en el desierto, en el Magreb árabe. Quise escribir "La noche mil dos" porque Las mil y una noches me abrió un universo que aún no se agota para mí­, pero luego me enteré que existe una novela formidable que se titula así­, de Roth. Leí­ La noche mil dos, me pareció buení­sima y resignadamente le dejé a la mí­a el nombre de la protagonista. En ese libro quise hacer una exploración del legado árabe que hay en el español, de los centenares de palabras que heredamos de ellos, de la extraordinaria complejidad de esa cultura y de un paisaje tradicionalmente asociado con la revelación y el espí­ritu: el desierto. Mi segunda novela es El fuego verde. Igual, en el pasado, pero a diferencia de Auliya, que es coja y despreciada desde su nacimiento, Luned es sana, fuerte y testaruda. Mientras escribí­a las novelas, hice varios libros para niños (Rosendo, El guardián de los gatos, David y el armadillo, Mi monstruo Mandarino) ilustrados por mí­ y me sirvieron de consuelo cuando me atoraba en la escritura de las novelas.

Centrándonos ya en El fuego verde, ¿por qué una autora mexicana escribe una novela con personajes y escenarios que remiten a la cultura celta?

No tengo una explicación muy clara. Creo que es a causa de mis lecturas: a los nueve años leí­ Orlando furioso en una colección ilustrada por Gustave Doré, y en esa misma colección estaban La historia de las cruzadas, de Michaud, ilustradas por Doré también. Yo estaba muy chica, no entendí­a muy bien lo que leí­a, medio me hipnotizaban los grabados, medio leí­a, pero se me quedó grabada la idea de que en la Edad Media todo era posible: habí­a caballeros que se iban a la luna y caballeros que se iban a la cruzada. Saladino, el prí­ncipe árabe (ahora serí­a iraquí­) era mi héroe, más por supuesto que el pobre Orlando, tan colérico y arbitrario. Por supuesto ya conocí­a muchos cuentos, y como sabemos, ocurren en la Edad Media "Blancanieves", "Barbazul", "Cenicienta", etc. La historia de las cruzadas, como es tan alucinante, me pareció otro cuento, y el Orlando, una historia que era un poco verdadera. Seguí­ con la versión de Steinbeck de los caballeros de la mesa redonda y, por supuesto, con Ivanhoe. Yo no entendí­a mis lecturas del todo, pero cada vez me gustaban más. Al entrar a la secundaria, me enteré de que esa época fabulosa que me gustaba tanto, en la que anduvo El Cid, en la que los santos se quedaban dieciocho años de pie sobre una columna y en la que los caballeros buscaban el Grial, tení­a muy mala fama. Por rebeldí­a me volví­ cada vez más aficionada a la literatura medieval. Leí­ a Dante (solo el "Infierno", por curiosidad adolescente), a Malory, que me descubrió a Merlí­n, al "verdadero", hijo de un demonio y una mujer que olvidó persignarse al irse a dormir, en oposición al insí­pido Merlí­n de Disney. Quiero mucho a Bocaccio y a Chaucer, pues me permitieron escandalizar abiertamente a mis maestros sin que me regañaran, pues al fin y al cabo la alegre obscenidad de algunos cuentos era una obscenidad que ellos consideraron "culta". Tuve una colección de postales de catedrales góticas y románicas; en la preparatoria me deslumbraron Santo Tomás y Guillermo de Occam. En la Universidad, descubrí­ a Duby. La verdad, me siento a mis anchas en algunas zonas de la Edad Media, me obsesionan la Peste Negra, la arquitectura, el Preste Juan, los bestiarios, Bizancio. Por supuesto, no me gustarí­a nada haber nacido entonces. Beowulf me fascina, es, para mí­, el héroe más bondadoso, el rey más justo y menos matachí­n de toda la literatura épica medieval (¡sus enemigos son monstruos, no personas!). El fuego verde nació de esa fascinación y de una lí­nea de La tradición clásica, de Highet, que dice: "la palabra runa significa secreto. ¿Cuál no serí­a la barbarie de un pueblo que creí­a que la finalidad de la escritura era conservar secreta una cosa?". Ese es el mundo de Luned y la escritura es su salvación, como ha sido algunas veces para todos los que escribimos.

¿Cómo fue el proceso de escritura de ese libro?

Fueron meses febriles en los que me acompañaron las historias de Literaturas germánicas, de Borges, la historia de Merlí­n, Beowulf y algunos tomos de cuentos irlandeses. La investigación ya estaba hecha cuando comencé: tení­a muchas fichas con datos acerca de los copistas, de la vida rural en la Europa septentrional, de la organización de las ciudades medievales en la Edad Oscura. Me gustan las mitologí­as germánica y escandinava. Fue muy rápido, al menos para mí­, que soy lenta como una tortuga. Lo escribí­ en seis meses: un récord. Con Auliya tardé cuatro años, y llevo varios años con un libro de cuentos al que le quito y le pongo como Penélope al tejido. Escribir El fuego verde fue muy divertido, aunque no faltaron los dí­as delirantes en los que me revolví­a en la silla, me frotaba los ojos y me preguntaba por qué estaba perdiendo el tiempo como una tonta, si Rulfo, el más grande de nuestros novelistas, habí­a dejado de escribir en vida. Me paralizaban todas las dudas incómodas que asaltan al novelista inseguro como yo. Entonces me poní­a a arreglar el clóset, que es lo que hago cuando estoy confundida. Por lo menos mis suéteres quedan en orden.

Tu novela tiene una calidad de lenguaje fuera de lo común en un libro contemporáneo para jóvenes lectores. Esa presencia de la poesí­a en tu narrativa, ¿responde a una intención deliberada?

Sí­ es deliberada. Los aciertos, cualesquiera que haya en mis libros, son fruto del trabajo; yo corrijo, corrijo y corrijo. Mis primeras versiones son, me temo, muy malas. Entre mis escritores favoritos están Marguerite Yourcenar, Marcel Schwob (La cruzada de los niños es un prodigio) y Jorge Luis Borges; tienen un estilo muy elegante y preciso que me atrae mucho. Mis autores favoritos de literatura juvenil tienen un gran estilo también, como Kipling, Tolkien y íšrsula K. Le Guin. Leo poesí­a, me gusta muchí­simo, aunque no podrí­a escribir un poema ni en defensa propia, soy prosaica de oficio y por naturaleza. Pero la poesí­a me da mucho, casi tanto como la música, es lo máximo. Saint John Perse es mi í­dolo, Derek Walcott, Borges, Eliot, huy, Ash Wednesday me hace llorar hasta que me queda la nariz como un rábano. Me gusta el oxí­moron como el "lince gentil, salamandra de nieve", de Lope, las metáforas, las hipálages. Creo que los recursos poéticos, si se usan con exactitud, enriquecen mucho los textos en prosa.

¿Qué te permitió, en términos de discurso literario, un personaje protagónico femenino?

No pensé en eso al escribir el libro. Luned, antes de ser una muchacha, era un muchacho que se llamaba Saulo, pero para que la relación con Denme tuviera más fuerza, decidí­ que fuera una joven que se enamorara de su maestro. Que Luned sea mujer me permitió incorporarle con naturalidad una virtud de mi hermana Adriana, la pasión por el estudio, eso que vi en ella, cómo es y se comporta una muchacha fascinada por el saber. Ya en esas le añadí­ una virtud de Clara, mi mejor amiga, esa pasión por los animales que está llena de piedad, pero que los ve siempre como animales, no como personas. Y los personajes tienen casi todos algo de la gente con quien convivo. Denme tiene muchos rasgos de mi marido David; el Tristifer, cuando Luned le quita el hechizo y se convierte en el sabio que se supone que era, es mi amigo Juan Almela, un poeta español que vive aquí­ en México y que es un sabio de verdad.

¿Cómo se inserta tu obra en el panorama de la literatura infantil y juvenil de México?

En México ahora hay mucha gente que escribe para niños y jóvenes y lo hace muy bien, como Francisco Hinojosa, Norma Muñoz Ledo, Mónica Brozon o Federico Navarrete. Auliya tuvo mucha suerte con la crí­tica. El fuego verde no llamó mucho la atención, pero no le ha ido mal. Creo que apenas voy ganándome un lugar.

¿Qué autores han influido en tu producción? ¿Existen otras influencias de carácter extraliterario?

Yo deseo que haya en mi trabajo algo de Kipling, de quien soy una lectora devota y de íšrsula K. Le Guin, cuya "prosa sombrí­a y serena", como dice de ella Harold Bloom, me gusta mucho. Y todo influye: el noticiero, los libros de historia, la música, el cine, la pintura, mis traducciones (he traducido dos libros de un médico que escribe ensayos formidables, Francisco González-Crussí­), las visitas al zoológico y las conversaciones con la gente que me rodea.

¿Qué elementos consideras deben estar presentes en una novela destinada al público juvenil?

Una buena historia bien contada y nada de condescendencia. Y es deseable que los finales sean alentadores, por más que sufra el protagonista; el cuarto libro de Harry Potter me parece un buen ejemplo, hay muerte, hay maldad y hay esperanza. A los lectores adolescentes les queda el resto de su vida para leer novelas maravillosas y tristí­simas; creo que íšrsula K. Le Guin lo resume muy bien al afirmar que no podemos decirle a un lector de catorce años que la vida es cruel, caótica y ya. Yo leí­ El idiota, de Dostoievski, a esa edad y me entristeció muchí­simo, lloré y lloré. Me enamoré de Dostoievski, pero fue un amor muy tempestuoso, que a ratos me deprimió y me asustó (para alarma de mis padres, enmarqué su fotografí­a y la colgué sobre mi cama). Me hubiera gustado que en lugar de leer Los hermanos Karamazov, con todo y Aliosha, o Los endemoniados, un alma piadosa me hubiera dado a leer a Tolkien, a quien leí­ tarde, a los veinte años.

Con la novela Loba ganaste ell premio internacional Gran Angular 2013, que otorga en España la Fundación SM. ¿Cómo definirí­as esa obra?

A riesgo de sonar contradictoria, quise que fuera una novela épica y pacifista. Es decir, el hilo conductor que la recorre es la guerra, retratada antes del merecido desprestigio que la ha comenzado a acompañar desde 1914. Pero como esta historia está ambientada en una Edad Media hipotética, los personajes no repudian ni los hechos de guerra, ni a los guerreros. Las espadas están presentes, con la carga estética de la poesí­a épica, igual que el caballo, el juramento de lealtad, el valor en la batalla, etcétera. Lo que no hay, espero, son estereotipos: el valiente duda, la princesa no es bella ni perfecta; la visión del bárbaro ”serí­an los ávaros, ya que la novela se atiene a las posibilidades del siglo VIII, pero esos ávaros tienen facha de mongoles (siglo XIII) porque me atrajeron más ” es a veces sutil. Es, pues, una novela de aventuras. Pero quise emular a mis maestros, a los escritores que amo. Por eso la novela está cargada de preguntas sobre la naturaleza del mundo y la gente: el mal, el arduo deseo de hacer el bien.


La fantasí­a suele tener hilos que la vinculan con la realidad que percibe el autor. ¿Cuales son esos hilos, en el caso de Loba?

Es una verdadera maraña de hilos, tejida con el amor por el mundo natural, animales, plantas, paisajes; por la música de un época lejana, por libros y ecos de poemas. Pero en Loba hay algo más que definió el proyecto: la invasión de Irak. Me obsesionaba y me dolí­a. Por eso los magos ven lo que pasa en la guerra en ollas llenas de agua, un antiquí­simo ritual adivinatorio que fue oficiado por muchos pueblos y que aparece, modificado, en El espejo de tinta, de Borges. La guerra como espectáculo televisivo me encoleriza y me llena de impotencia. Esa impotencia, ese horror de ver la muerte cruel de lejos sin poder hacer nada (aunque sé que si estuviera cerca tampoco podrí­a y quizás no estarí­a escribiendo estas lí­neas), llena la novela, espero que sutilmente.

Luego, la violencia que se ha apoderado de México a causa de la guerra fallida y sangrienta iniciada por Felipe Calderón contra el narco. Otra guerra sin ton ni son, como no sea el son del dinero, que hace bailar a tantos.

¿Como fue el proceso de escritura de tu libro? ¿Tení­as un esquema detallado de la trama y los personajes?

Sí­ tuve muchos esquemas. Pliegos de papel con esquemas de las acciones pegados con tachuelas por todas partes, por todas las paredes; listas de palabras amadas; dibujos de espadas, de yelmos, de puntas de flecha europeas y puntas de flechas mongolas. Fotocopias de poemas, discos. Fotos de arcos mongoles, de caballos, de armaduras laminares, cosas así­. Libros abiertos por las mesas y las sillas. Pero muchos de esos pliegos fueron desechados y dieron paso a otros. Lo único que se quedó conmigo desde el principio fue el puñado de personajes principales: Tagaste, Soledad, Beógar, Cuervo, ímbar, Húbilai, el caballo, el halcón y claro, el unicornio y el dragón, que encarnan impulsos primarios y antagonismos que se dan en la vida: la pureza frente a la codicia, el amor odio, etcétera. Algunos se dan, a veces, dentro del mismo personaje.

Cuando se dedican diez años a un libro, la relación de creador con su obra en proceso suele atravesar por etapas disí­miles. En tu caso, ¿cómo fue ese largo viaje?

Confieso que las primeras versiones fueron muy cuesta arriba, con pocos momentos de alegrí­a y muchas dudas. La alegrí­a me la daban los libros ajenos, como siempre. Y el final llegó hasta el final, es decir, que hasta la versión penúltima supe cómo se iba a redactar aquello ”la llegada, el duelo ” por lo que siempre tení­a un poco de miedo de no terminar. Ese es un miedo horrible, a que cientos y cientos de páginas lleven a la nada. Y hay que resistir el aburrimiento, porque uno ya leyó mil veces el capí­tulo; hay que resistir las ganas de botarlo todo e ir con los amigos a tomar café ¦ y la pregunta que me hací­a todo el tiempo: ¿para qué? Pero como yo escribo porque no sé hacer otra cosa, la respuesta siempre me daba en la nariz: -para hacer lo único que sabes hacer .

Al final fue ya otra cosa. El último año, con la narración ya estructurada, me la pasé oyendo rock mongol, bailando sola y escribiendo hasta que me dolí­an las manos. Feliz, aunque ya con un hábito de soledad un poco extremoso.

En esta novela, el lenguaje rivaliza en protagonismo con la heroí­na de la historia. ¿Fue una premisa? ¿De que obras y autores es deudor el universo de Loba y su tratamiento literario?

Una de las cosas que me permitió trabajar el lenguaje fue el tema. Así­ suele ser el lenguaje de la épica, un poco sombrí­o, grave. Me gusta mucho. La primera vez que leí­ la Ilí­ada me sorprendió la aparición de Apolo, porque cae como la noche. Cuando se mecen las flechas de su carcaj, el ruido que hacen es el trueno. Bueno, me quedé alelada. Y, uno intenta, aunque esté destinado al fracaso, pues como dice el poeta: For us, there is only the trying. The rest is not our business. Y tení­a en un cartón, pegado frente a mí­, lo de Beckett: Try again. Fail again. Fail better. Así­ que me daba atracones de poesí­a, hací­a las listas de palabras, leí­a libros de historia, memorizaba pasajes de Tolkien, de Le Guin, de T.H. White, de Saint John Perse y de Victor Segalen. Para ver mejor a los halcones leí­ a Góngora. Eso, leer así­ y tanto, fue lo mejor de esos años.

Una novela de 500 paginas podrí­a parecer extemporánea, para algunos, en un mundo que parecer tender cada vez más a la brevedad de los tuits. ¿Qué opinas al respecto?

Pues esta pregunta sí­ que no sé cómo responderla. Creo que siempre serán necesarias las novelas largas; hay muchas así­ que nos parecen indispensables. Pienso en La guerra y la paz, por ejemplo. Si uno va a meter al lector en un mundo que no existe, o en el caso de Tolstoi, que ya no existí­a entonces y en el que chocarí­an dos culturas, tendrá que explicar un poco cómo era todo. Así­ son tanto El amor en los tiempos del cólera como algunos Harry Potter. Quiero decir, una taberna medieval no es un bar, ni un castillo es un Holiday Inn. Hay que extenderse un poco, pero bien, buscando detalles circunstanciales interesantes y esenciales.

En cambio, el tuit es, creo, cuando bien escrito, como un epigrama, ¿no? Hay tamaños para todos los gustos. Yo, al menos, como soy una lectora muy voraz, a veces cierro el libro con ganas de seguir. Cuando leí­ Opus Nigrum, de Yourcenar, ya me habí­a encariñado tanto con Zenón, que dejé las últimas cincuenta páginas marcadas con un clip. Estaban vedadas. No soportaba la idea de terminar con el libro. Estuvieron así­ varios años, hasta que un dí­a lo leí­.

¿Tení­as algún lector ideal en mente cuando trabajabas en Loba?

Confieso que, más que pensar en el lector, pensé en los escritores a los que deseaba emular.

¿Cómo se relaciona Loba con tus novelas precedentes?

Loba es, creo, una continuación natural de las otras novelas medievales, de Auliya y El fuego verde, pero escrita con más experiencia.

¿Que puede ofrecer esa novela a sus lectores y que demanda de ellos?

Al lector le ofrece ir, como dice el epí­grafe, a un tierra donde habí­a dragones. Bueno, uno, pero picoso. Esa tierra, lo prometo, está llena de gente interesante. Ofrece eso y no demanda nada. Ahí­ está, expuesta a la lectura.