Ilustración de Elena Odriozola para 'Eguberria', de Juan Kruz Igerabide. Editorial Nerea, 2013.
  • Ilustración de Elena Odriozola para 'Eguberria', de Juan Kruz Igerabide. Editorial Nerea, 2013.

Leer con los pelos: la literatura como espacio protegido

Juan Kruz Igerabide

Cuando uno ve a una niña inclinada sobre un libro, formando con su cabello una especie de palmera cocotera o tal vez un sauce llorón, tiene la impresión de que la niña está leyendo con los pelos. Ha creado una sombra protectora, un espacio acotado, una entrada a la cueva de Aladino en la que caben infinidad de universos y tesoros. La literatura le ofrece un espacio protegido donde puede tener lugar cualquier acontecimiento, pasado presente o futuro, sin límites, donde la niña se puede adentrar accediendo a territorios insospechados que se encuentran muy lejos, incluso fuera de este universo, o extrañamente cerca, en cualquier recodo de la vida cotidiana.

Se encuentran muy lejos, allí donde un niño imaginó una nariz en los confines del Universo; tenía que haber una nariz allí, una nariz que oliera la Creación, una nariz que estornudara con el polvo de las estrellas, una nariz que sostuviera la respiración universal, una nariz que guiara el Cosmos hacia algún lado, porque los sistemas solares y las galaxias giran como un trompo lanzado por algún ser travieso, y alguien los tiene que guiar. Era la historia de una nariz universal, de cuyo olfato nace la literatura como acto de husmear en la existencia. Muy lejos, en los confines del universo.

En sentido contrario, se encuentran muy cerca, muy cerca, ahí donde una niña ve un saltamontes agarrado a los cordones de la zapatilla de su padre, que acaba de volver del trabajo con un apetito voraz. “¡Alto ahí!”, lo detiene la hijita, que se agacha a mostrar al saltamontes la palma de la mano para que salte, porque en la zapatilla de su padre corre el riesgo de caerse y morir aplastado. El saltamontes no se decide, y el hombre tiene que aguantar quieto como una estatua, mientras le rugen las tripas. La niña hace cosquillas al saltamontes, y este da un salto, para ir a parar a la nariz de la niña. Esta es la historia de una nariz cotidiana, de cuyo olfato también nace la literatura, como acto de olisquear todo lo que nos encontramos a cada momento, todo lo que nos sucede a lo largo del día.

La literatura como espacio protegido

El espacio protegido de la literatura puede reconstruir el útero materno o el paraíso de donde fue expulsada la niña que lee con los pelos. Por otra parte, ese mismo espacio también puede convertirse en un territorio liberado de la atadura umbilical, un taller de construcción de la propia individualidad.

La literatura es para esa niña un espacio protegido, sin duda, no solo porque le ofrece la posibilidad de experimentar los más diversos aspectos de la vida y embarcarse en peligrosas aventuras sin exponerse a graves accidentes, sino también porque le ayuda a erigir una personalidad rica y matizada. Una personalidad de cabritillo que sale adelante con la ayuda en su madre, una personalidad de Caperucita que confía en la vida y espabila, una personalidad de Cenicienta que asume su responsabilidad y sabe esperar su momento, una personalidad de Bella Durmiente que se despierta al poder transformador de las pulsiones, una personalidad de Blancanieves que juega inocentemente con las pulsiones enanas y las transforma en un hermoso príncipe.

La literatura, por supuesto, ayuda de manera parcial a esa niña que lee con los pelos, porque al fin y al cabo es un factor más entre los muchos que conformarán su personalidad. ¿O no? Si hemos de hacer caso de Hölderlin, la literatura, y en concreto la poesía, es una experiencia total de existencia. La poesía resume el sentido completo de la existencia, según afirman algunos poetas.

Literatura radical

La literatura escarba hasta la raíz de la condición humana; la literatura infantil también. Pero no toda literatura lo hace. De todas formas, al referirnos a la literatura como una rama del arte, le estamos exigiendo que vaya más allá de la mera lectura comprensiva e interactiva, más allá de la pedagogía del texto y de la instrumentalización de la literatura como recurso didáctico. No se trata solo de leer. Se trata de experimentar la emoción artística, el vértigo del pensamiento y el placer de adentrarse en el misterio. No toda lectura es leer con los pelos, no todas las lecturas nos adentran en la cueva de la existencia con herramientas para reconstruir el útero materno, o con maquinaria de alta precisión para erigir el edificio de una individualidad autónoma y crítica. Hay lecturas que nos cortan la cabellera protectora, nos ofrecen una tela de seda perfumada para cubrirnos y dejarnos ciegos, impidiendo la entrada a la cueva de los universos paralelos, provocándonos amnesia para que olvidemos la palabra mágica de pase, un Ábrete Sésamo que nos invite al misterio; hay lecturas que nos mantienen en una especie de duermevela que parece placentera simplemente porque tiene efectos opiáceos.

El que se ha adentrado en la cueva del arte literario sabe lo que es saborear un placer intenso con los sentidos activados al máximo, con la mente lúcida y el cuerpo palpitante. Ese no se deja cortar el cabello, no se deja engatusar como Sansón, sino que rasga la seda, arroja lejos el sucedáneo de perfume, e incluso es capaz de derribar las columnas que sostienen el templo de la estupidez.

Claro: esto puede resultar muy peligroso, sobre todo para los tejedores de sedas perfumadas, para los sacerdotes de los templos de la alienación y de los inciensos opiáceos. Y para uno mismo; porque uno no sabe lo que se va a encontrar en los extensos territorios de la imaginación, aunque se sitúe a buen recaudo, cómodamente parapetado tras un libro en una biblioteca o en el sofá de su casa.

Así, paradójicamente, la literatura, además de un espacio protegido, es también un espacio de alto riesgo, porque el individuo se adentra en el territorio sin límites de la libertad. Aunque el lenguaje es una herramienta limitada, la libertad de creación no tiene límites; todo lo que seamos capaces de crear mediante la palabra cabe en ese territorio. Y eso es muy peligroso; da miedo al poderoso que sustenta su poder con seda y opio, da miedo al que esquila y rasura las cabelleras sansónicas del pensamiento.

La paradoja del lector

No nos pongamos trascendentales. Tal vez antes de leer con los pelos hay que leer por los pelos, como por casualidad. Todos conocemos grandes lectores que comenzaron con tebeos de nula valía literaria y con novelas del oeste fabricadas a troquel, aunque bien cierto es que muchos lectores no han ido más allá de dichos tebeos y novelas troqueladas y de algún que otro ejercicio escolar que consiste en estropear un bello poema de un autor clásico.

En realidad, pocos lectores tienen la suerte de comenzar su andadura degustando alta literatura. Todo comienza como un juego de atracciones y repulsiones, la existencia como lucha de amantes, citando de nuevo a Hölderlin. La literatura es misterio; hasta el poema más escueto esconde un enigma. Y eso nos atrae. Pero, por otra parte, una pieza literaria, hasta el poema más escueto, exige del lector una entrega, un esfuerzo constructivo. Y eso incomoda. Tiene que resultar muy atrayente el misterio para que el lector esté dispuesto a hacer un esfuerzo. El misterio le tiene que tirar de los pelos directamente o a través de una tercera persona que lo incita, que lo reta, un intermediario, que actualmente hemos dado en llamar mediador, un tirador de pelos, diríamos, un tirante provocador, evocando al famoso personaje de caballerías Tirante el Blanco.

Si el mediador nos tira muy fuerte de los pelos, nos hace daño, nos pierde; si lo hace como jugando, nos despierta, nos arranca una sonrisa. Todo empieza como un juego. La madre tira de los pelitos al bebé recién nacido al cantarle una nana, y más adelante al recitarle un poema o una retahíla para jugar con los dedos. Así se adentra el niño en el misterio de la poesía, de la palabra que hurga bajo las meras apariencias. Ese niño sustituirá el pecho lactante por el río de leche de los cuentos, atónito, con la boca abierta, tragándoselo todo, captándolo todo con los cinco sentidos: ojos asombrados, oído atento, lengua saboreando, olfato vigilante, tacto acariciando la voz cálida.

Una experiencia vital real

Esto que acabo de decir, esta lectura sensorial, no es una simple metáfora, sino que es real; es una sensación psicofísica que se puede experimentar. La literatura tiene un aspecto corporal muy intenso, afirma George Steiner. No se trata de oler, gustar, palpar libros, sino de oler, palpar, gustar, ver, oír dentro de la imaginación. Es algo sutil e intenso al mismo tiempo; se trata de conectar con el olor del olor, con la vista de la vista, con el oído del oído, con el gusto del gusto; con una especie de reflejo psíquico que se evoca en el interior de la mente y hace reaccionar al cuerpo con gran intensidad.

Lo afirmo de primera mano porque aún me acuerdo del sabor de los cuentos de mi madre, que de cuando en cuando vuelve a mi paladar al conectar de manera especial con alguna historia o algún poema. Es algo que va más allá de esa crítica literaria que mi mente puede fabricar a base de herramientas adquiridas mediante una ardua formación; ese sabor es directo e inmediato, es una sensualidad que completa la crítica intelectual, la hace carne, y a veces la contradice.

Todo comienza como un juego: cosquillitas por aquí, pequeños amagos por allí; y de repente un reto abismal, incluso salvaje: enfréntate a la existencia, pobre desvalido; erígete en conductor de ti mismo y descubre los arcanos de la existencia. La literatura te ofrece unas herramientas, pero tienes que construir tú mismo el edificio de tu individualidad. Al principio, con la ayuda de la madre (o del padre o tutor que asume el papel), al igual que los siete cabritillos y los tres cerditos, que tienen que recorrer el largo camino del tiempo (recorrido simbolizado por el séptimo cabritillo que se esconde detrás de un reloj para que el lobo no se lo coma, o por la edad escalonada de los tres cerditos, de los cuales el mayor logra construir una casa que el lobo no puede derribar); después, el personaje actúa de manera autónoma, como Caperucita, Blancanieves, la Bella Durmiente o el Sastrecillo Valiente.

La literatura, planteada en esta línea, se convierte en una experiencia vital, no entendida como una autoayuda o una terapia para la vida, como pretende Bettelheim, que también puede ser, sino como una experiencia de la conciencia que se enfrenta a la incógnita de la existencia con una ecuación formada por un río de palabras. Aunque no puede negarse el poder terapéutico de la literatura, también hay que señalar su poder diabólico, su peligroso veneno de víbora que abraza el báculo de la sabiduría.

Literatura libre

Se habla mucho de la autonomía de la literatura, de la literatura como un fin en sí misma, de la libertad creativa, al igual que en cualquier otra rama del arte. El pintor, el músico y el poeta acaban viviendo para su arte; en su experiencia, arte y existencia acaban siendo sinónimos. Si se le dice a un poeta que su obra ha de servir para que los niños aprendan a leer y a escribir, el poeta agarra una rabieta. Según él, es al revés: los niños tienen que aprender a leer para que puedan experimentar su obra, y pone en solfa todas las actividades pedagógicas y de animación lectora que no vayan en dicha dirección.

Es tentador afirmar que la solución se halla en el justo medio, que es posible establecer una relación dialéctica entre animación lectora y experiencia literaria, que conviene establecer unos criterios progresivos que vayan animando al niño a leer mediante textos divertidos y atractivos, para luego irlo ganando poco a poco para textos más profundos y literarios. Pero el artista loco interrumpirá el discurso con una reflexión brutal y nos enfrentará directamente con el abismo.

Es evidente que no voy a aportar una solución como si la trajera escondida en un cofrecillo de joyas. Solamente quiero transmitir mi perplejidad, mi asombro, mis sensaciones sinestésicas de la experiencia literaria, y compartir con los demás diversos puntos de vista. Cada cabeza es un mundo, y no todas las cabezas están armadas de cabelleras para leer con los pelos; algunos nos tenemos que conformar con leer con los bigotes.