Ilustración vintage.
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La voz el hilo

Martha Riva Palacio Obón

Mi abuela era una cuenta cuentos nata. Sentada en mi cama antes de dormir, entretejí­a su versión muy personal de los cuentos de hadas con su propia historia: su infancia en Costa Rica, la revolución, un refugio bajo la cocina; migrar a México en la época de oro de la radioemisora XEW y el glamour de una vendedora a domicilio... Anécdotas reales que quedaron impregnadas con todos los matices y honduras de los cuentos de hadas. Y en el centro de todo, está su voz  ayudándome a sobrevivir la larga travesí­a de la noche al dí­a. Su voz en hilo, gozando cada palabra que pronuncia.

Ted Hughes dijo alguna vez que los poetas tienen algo de chamanes. Pienso en mi abuela y le doy la razón. La voz del otro nos vincula al mundo. Crea una dimensión simbólica en torno a la cual vamos tejiendo nuestro propio mito de la creación. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Quién eres tú? El arrullo es una barrera de contención que evita que nos despeñemos al abismo. Es el puente entre el yo y el tú. Como dijo Michèle Petit para una entrevista en la revista Ñ:  “Los bebés son muy sensibles al ritmo, al canto, a las modulaciones de la voz que cambia si la madre (o la persona que le brinda los cuidados maternos) habla de la realidad cotidiana o si se abandona a la fantasí­a. Parece que la melodí­a de este lenguaje proporciona una continuidad tranquilizadora, que da unidad a las experiencias corporales del niño. Poco a poco deducirá estructuras rí­tmicas que contribuyen a su adquisición del lenguaje”. (1)

Por eso cuando me preguntan cómo podemos acercar a los niños a la poesí­a, no sé qué decir. ¿Qué no están ya en ella? ¿No estamos alienándolos de algo que en realidad les es natural? Desde niños, creamos metáforas jugando. Desplazamos significados de un objeto conocido a otro desconocido para comprenderlo. Jugamos con los sonidos, probamos decir lo mismo con distintas entonaciones. De ahí­ el gusto por las trompetillas, las repeticiones y las transgresiones. Descubrir las posibilidades sonoras de una sí­laba es descubrir al mundo y revelarlo. Somos cajas de resonancia. La historia de nuestra lengua —de todas ellas— es también la historia de nuestra escucha. Cadencia, vaivén, el gozo de reproducir el mar al pronunciarlo. Parafraseando a Winnicott, el gusto por la poesí­a inicia en el primer instante en el que la vida se manifiesta como juego.

En este proceso de adquisición del lenguaje, desmontamos cada palabra ensayando múltiples significados. Tal y como descubrió Rachel Hirsch Weir al grabar los soliloquios de su hijo de dos años:

What color — What color blanket — What color mop — What color glass... Not the yellow blanket  The white... It's not black  It's yellow... Not yellow  Red... Put on a blanket White blanket ” And yellow blanket  Where's yellow blanket... Yellow blanket  Yellow light... There is the light  Where is the light  Here is the light. (Qué color  qué color de cobija  qué color de trapeador  qué color vidrio... No la cobija amarilla  Blanco... No es negro  Es amarillo... No amarillo  Rojo... Ponte la cobija  Cobija blanca  Y cobija amarilla  Dónde está la cobija amarilla... Cobija amarilla  Luz amarilla... Ahí­ está la luz ”“ dónde está la luz  Aquí­ está la luz). (2)


La cobija amarilla se transmuta en luz y viceversa.

A través de las metáforas, no solo invocamos al alma del mundo, sino que le damos la vuelta. Cada palabra nueva es una invitación a participar del enigma. En especial si esta tiene un sonido provocativo. Porque la voz es ruido, es lengua. Sin embargo, a la mitad del camino algo se quiebra y nos escindimos. Cada vez pasamos más tiempo en la dimensión utilitaria del lenguaje sin atisbar por encima de la barda. ¿Por qué? Me pregunto esto y me encuentro de nuevo en primer año de primaria. Estoy en el patio durante una ceremonia y me toca repetir el poema que me aprendí­ de memoria en clase. La agoní­a de sacar palabras que no te caben en la boca porque no las reconoces como tuyas.

Se hace la luz.

¿No hablamos siempre de la poesí­a como algo que nos es ajeno? ¿No la vemos como una entidad que habita en el éter y no en este charco de lodo en el que nos gusta chapotear durante el recreo? El poeta en nuestra imaginación es una figura empolvada que está a cinco minutos de alcanzar el Olimpo. Acercar a los niños a la poesí­a. Acercar... ¿Y qué de su propia poética?

Como escribí­ en otro sitio, la poesí­a es el goce de conjurar una tempestad con la lengua. Si la encerramos en un museo, muere. ¿Cómo acercar a los niños a la poesí­a? Vuelvo a la noche y a la voz de mi abuela. No. No se puede enseñar a gozar algo que nosotros no gozamos. La pregunta más bien es: ¿Cómo podemos nosotros —los adultos— volver a anclar la poesí­a al cuerpo? Para empezar, se me ocurren cinco minutos de trompetillas. Necesitamos convertirnos de nuevo en un diapasón capaz de vibrar con aquellas frecuencias que hemos relegado al armario de las cosas inútiles. Volvámonos lengua sin razón que chapotea. Crucemos la lí­nea y seamos irreverentes con la poesí­a. Porque nada más llevándonos al tú por tú con las palabras, es que podremos estirarlas hasta conseguir cubrir en su totalidad a este universo caótico en el que diariamente nacen, crecen y mueren miles de arañas, panes y soles.


Notas:

(1) Luján Picabea, Marí­a. "Leer es clave para habitar el mundo: Michèle Petit". En: Revista de Cultura Ñ. (2015) http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Leer-clave-habitar-mundo_0_1375062495.html    
(2) Hirsch Weir, Ruth. Language in The Crib. (1970) La Haya: Mouton. pp. 216.