José Martí­ con la niña Marí­a Mantilla, Nueva York, 1890.
  • José Martí­ con la niña Marí­a Mantilla, Nueva York, 1890.

El plasma martiano

Daisy Valls

La primera vez que me encontré con José Martí­ fue de una manera muy especial. Habí­a terminado el primer grado y estaba de vacaciones en la finca de mi abuelo, en Seboruco, Mayarí­. Nos dirigí­amos al rí­o y por el camino encontramos un campo de tabaco. Al final estaba la casa de curar tabaco, abandonada, y a allá fuimos. Entramos. Todo estaba muy oscuro, casi no podí­amos ver. De pronto los murciélagos echaron a revolotear por sobre nuestras cabezas. Ya me habí­a acostumbrado a la oscuridad y pude recorrer con la vista todo el interior. El suelo de aquella casa estaba cubierto por unos enormes bancos de guano de murciélago. Y sobre uno de esos bancos, hacia la puerta de salida, habí­a un libro. Casi un despojo de libro: arrancadas las primeras páginas, no podí­a saber cómo se llamaba el autor ni cuál era su tí­tulo. Era un libro sucio, roto, que tení­a en una de sus páginas el dibujo de un hombrecito con un sombrero y sobre el sombrero una pluma. Pude saber que se llamaba Meñique.

Ya yo leí­a casi “de corrido”. Y aunque habí­a hecho una lectura fragmentaria, parcial, desordenada, a veces por pedazos, me pareció que este libro era de magia y de maravilla, pues tení­a que completar la acción, inventar comienzos, rehacer finales. Un verdadero ejercicio de fill the blank en que mi cerebro empezaba a rellenar los faltantes, entretejiendo los registros de una “memoria del futuro”, para decirlo con la frase historizada por el poeta y amigo Rafael Alcides. Hasta que logré saber lo indispensable: Tí­tulo: La Edad de Oro; autor: José Martí­. Publicado en 1953 (edición del Centenario). Así­ fue como conocí­ a ese hombre que me ofrecí­a su amistad.

La próxima cita con el hombre de La Edad de Oro ya habí­a sido previamente diseñada para un año después. Entramos del recreo a la clase de lectura y en la pizarra la maestra habí­a copiado dos estrofas: “La rosa blanca”, por José Martí­; del libro Versos sencillos. De la explicación solo recordé que debemos cultivar una rosa blanca para los amigos y también para los enemigos. Cuando crecí­ y maduré supe que la espiritualidad de Martí­ nunca lo abandonó, y que esta no provení­a de la filosofí­a alemana en boga en la España de sus años de destierro, los principios del krausismo de tanta aceptación en las universidades donde estudió y que hicieron despertar la conciencia filosófica entre escritores, y modificar ciertos métodos de enseñanza. Tampoco provení­a del trascendentalismo del filósofo Emerson o del poeta Whitman, a quienes él admiraba tanto. Este principio del amor a todo trance que aparece en “La rosa blanca” es —creo yo— un principio bí­blico, un pensamiento rector de la prédica de Cristo.

No me fue difí­cil continuar los futuros encuentros con aquel hombre, cada vez más llenos de insinuaciones que provocaban mi curiosidad mientras mi edad me iba permitiendo adentrarme en su poesí­a. Porque la poesí­a es para eso: para incitar, para provocar, para seducir. Y yo me sentí­a seducida. Martí­ envolvió la cáscara de mi infancia. Por las noche copiaba sus “pensamientos” en un cuaderno. No sabí­a a qué parte de su obra pertenecí­an estos, mucho menos cómo quedaban insertados en un contexto. Hasta me parecí­an estrellas de papel fijadas a un cielo de cartón, pero creí­a entender la grandeza que contení­an, y los memorizaba. También memoricé páginas enteras de El presidio politico en Cuba. Yo era solo un poquito mayor que Lino Figueredo y que el negrito Tomás, y me dolí­an aquellos niños de doce y once años que arrastraban unos grilletes sin saber por qué. Martí­ me envolví­a como el tegumento envuelve a un órgano o a la semilla. Rodeaba mi alma con una membrana demandante y al mismo tiempo nutritiva y protectora.

La lectura de “La niña de Guatemala” y “La bailarina española” fueron un acicate para mi imaginación, suponí­a que eran historias reales que más bien parecí­an un cuento. Un poema-cuento o un cuento-poema. Las estrofas de algunos de los Versos sencillos me llevaron a signarlas como amuletos. Cuando alguna experiencia negativa estrujó mi almita, vinieron a consolarme los versos martianos: “Vierte corazón, tu pena / donde no se llegue a ver, / por soberbia, y por no ser / motivo de pena ajena.” ¡Tanta angustia real habí­a en la vida de Martí­! Lo mismo puede pensar de su vida cualquier adolescente. Los Versos sencillos son sinceros y se expresan libres de artificio. Contienen una gran porción de confesiones í­ntimas, o al menos su tono predominante es confesional. De ahí­ que un lector joven pueda quedar “atrapado”, pues Martí­ expone su cuerda medular con la mayor veracidad mientras hurga en su conciencia y rebusca dentro de su propio universo. Pero siempre el verso le brota simple, armonioso, claro, pleno de sonoridades y comparaciones que los teóricos llaman analógicas.

Cuando empecé a leer a Martí­ de una manera formal me pareció que habí­a dos vertientes en sus temas, la que nos habla de su experiencia personal y la que nos cuenta acerca de sucesos en los que tuvo participación y que forman parte de su interrelación con los otros. Empezaron a aparecer ante mis ojos hechos de la historia de Cuba que ganaban nuevas resonancias en sus versos. Por ejemplo, los sucesos del Teatro Villanueva, que él mismo presenciara siendo muy joven. De esa experiencia nos quedó el poema XXVII, donde con economí­a de palabras nos cuenta del enfrentamiento entre el cuerpo de voluntarios al lado de España y los patriotas criollos. Y lo que fue un choque polí­tico en el poema se resuelve con un abrazo final entre él y su madre: “Y después que nos besamos / como dos locos, me dijo:/ —Vamos pronto, vamos, hijo:/ la niña está sola, vamos!”.

Otro ejemplo de unidad entre la historia patria y José Martí­ se refiere a un hecho que presenció en el Hanábana, cuando a los doce años acompañó a su padre. La esclavitud. Ya es sabido que en el ideario martiano la palabra libertad ocupa un espacio medular. Igual que su opuesto, la palabra esclavitud. Allí­ en el Hanábana, tuvo quizás el primer contacto directo con la naturaleza y el campo cubanos. Allí­ palpó la triste y cruda realidad. Allí­ se horrorizó con la esclavitud. La imagen de lo que vio no se le borró nunca más: un esclavo (presumiblemente cimarrón) pendí­a, colgado a un seibo: “Un niño lo vio: tembló / de pasión por los que gimen: / y, al pie del muerto juró / lavar con su vida el crimen!” Y a tan temprana edad hizo un juramento que cumplirí­a fielmente treinta años después en la manigua.

Yo, que por haber nacido en Cueto entre cañas y naranjales era una muchachita amante de la naturaleza, por aquellas lecturas me puse enferma de amor y de belleza, contaminada por los versos que tení­an un fondo panorámico, un fondo que no era otro que el de lo natural. En esta colección la naturaleza no es un elemento externo, sino que viene a ser el álter ego, el otro yo del poeta. La naturaleza rige estos versos. Se puede hacer un largo listado de palabras que así­ lo denotan: Ahí­ están la palma, el roble, el abedul, la madreselva, el retoño, etc., también los animalitos (mariposas, abejas, paloma, pájaros azules, etc.) y hasta la fiera (el leopardo), la serpiente y “la ví­bora del veneno”. El monte con sus habitantes y particularidades es el entramado poético; el verso es el “ciervo herido”.

Por eso su verso se ha ido al monte en busca de amparo. Y a las montañas de Catskill, cerca de Nueva York, se fue a reposar, quebrada la salud por aquellos dí­as agónicos. Y casi pudiera resultar inexplicable cómo el verso (que trasluce muchas de sus querencias y hasta de malquerencias) le brota espontáneo, natural, sencillo, siguiendo una medida perfecta, con acentos y ritmos que sostienen su musicalidad, con una plasticidad y fuerza expresiva que nos hacen no solo entrar, sino también gozarnos en el paisaje. ¿Acaso todo esto no lo acerca a los poetas clásicos de nuestro idioma?

Entonces “pasó el tiempo y pasó / un águila por el mar”.

Universidad de La Habana; clase de la Dra. Mirta Aguirre. Hablaba de la lí­rica castellana de los Siglos de Oro (tema que años más tarde convertirí­a en dos tomos de un libro fundamental) cuando empezó a decir de Versos sencillos. Esa tarde descubrió ante sus alumnos algunas convergencias entre la poesí­a de Cervantes, Góngora, Lope de Vega, y aquella de Martí­. Cito del mencionado libro: “Martí­ suena como un clásico de los siglos XVI y XVII, apegado a la más profunda austeridad del verso castellano; Cervantes logra estrofas tan limpias de afeites, tan modernas de construcción, que manan con tal naturalidad, que parecen cientos de años más jóvenes. Y eso permite la confluencia entre el complutense y el cubano por encima del tiempo.” 

Así­ las cosas, convendrí­a estudiar exhaustivamente cuánto hay de Martí­ en la poesí­a de algunos poetas modernistas y postmodernistas hispanoamericanos. Y puesto que ya tiene su lugar como precursor del Modernismo, ¿qué se puede decir de él y la poesí­a conversacional de pleno siglo XX? A la poeta y ensayista Fina Garcí­a-Marruz le corresponde el que haya destacado algunas concurrencias entre la poesí­a conversacional y el poema martiano “Al buen Pedro”, cuyo tono y cadencia no son sino los de una conversación con quien le critica su cabello falto de barbero. ¿Acaso los tormentos de Vallejo tienen algo que ver con la angustia y ese “modo brutal” de que él habla en “Bien, yo respeto”?

Sin lugar a dudas, Martí­ se ha crecido y desborda sus propias lindes. Y al igual que dijo “por la puerta natural (...) / moriré de cara al sol” y se cumplió, en uno de los Versos libres reveló lo que serí­a su destino final: “Mi verso crecerá: bajo la yerba / yo también creceré.” Y porque le dijo al verso “o nos condenan juntos / o nos salvamos los dos”, juntos se instalaron en los espacios de la posteridad.

Porque el plasma, la sustancia con que están hechos su ser y su obra, son imperecederos.

En Miami, el 28 de enero de 2013.


Texto puesto en línea en febrero de 2013.