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Ilustración de Patricia Castelao para "A lagoa das rapazas mudas", de Fina Casalderrey. Vigo: Edicions Xerais, 2007.
Contar, imaginar, crear mundos
Si alguien me preguntase de repente, sin tiempo para reflexionar, qué es para mí "contar", mi mente me trasladaría automáticamente a mi propia infancia, cuando mi padre me contaba aquellos cuentos sobre zorros, lobos, malvadas brujas que entraban por la puerta de los hornos del pan... Eran historias que probablemente otros padres en otros lugares estaban repitiendo, desde su universo estético particular, a sus hijos; pero a mí, confieso, me resultaba difícil creer que no fueran historias exclusivas de mi padre. El percibir como él, un mecánico de motores de barco, disfrutaba contándome historias me lleva a la conclusión de que la literatura no nació para deleite exclusivo de una elite.
De su mano penetré en el mundo de la fantasía y mi imaginación comenzó a crear mundos.
Mi padre fue un "adelantado" a su tiempo, capaz de arrancarme sonrisas maliciosas, liberadoras, utilizando (cuando la ocasión lo requería) la prohibida jerga excrementicia que tanto gusta a la infancia y que tanto reivindicó en su día Gianni Rodari.
Centrándome en el título y dado que mi intervención no es fruto de la improvisación, quiero comenzar por agradecer a quien haya decidido este título para la mesa redonda, el acierto que, a mi juicio, ha tenido. "Contar, imaginar, crear mundos" no es más que una de las posibles maneras de interpretar la literatura. Bastaría añadir una pizquita de sal: contar, imaginar, crear mundos con palabras hermosas y a la vez auténticas, que broten desde la emoción sincera y el deseo de comunicarla (Decía Italo Calvino: "Una carga de inmediatez vital sólo se expresa cuando existe y uno no puede esforzarse por tenerla para escribir una novela".)Hablar de la literatura es algo semejante a si nos hubieran pedido: hablad sobre la vida. Contar, imaginar, crear mundos no son sino las tres leyes de la palanca que mueve el mundo o, todavía más, su punto de apoyo. El ser humano siempre ha necesitado imaginar para crear. Sin ese favor de los dioses no se habría inventado ni la rueda ni cualquiera de las modernas industrias más sofisticadas.
La literatura es ese personaje misterioso que una vez que descubres su existencia, no deja de atrapar tu atención sorprendiéndote contando, imaginando, inventando mundos.
La literatura es también ese delicioso cuento del castellano, ya fallecido, Ramón de Garciasol, "La niña del farol", en el que la mirada creadora de un anciano convierte a una niña que aguarda el autobús en una hermosa pintura, en una escultura luminosa...
Se me ocurre pensar que las personas que carecemos del don de la omnisapiencia, las que somos conscientes de que hay infinitas situaciones para las que no tenemos respuesta, que nos mantenemos en el camino de ida, las que tenemos todavía muchísimo que aprender y sentimos esa necesidad, claro está, somos privilegiadas. Sólo nosotros poseemos el don o la oportunidad de imaginar lo que desconocemos. Yo misma no necesito o, mejor, no puedo imaginarme como es mi casa, porque la conozco, llevo años viviendo en ella; que conste que aún puedo imaginarme cómo estará a la vuelta si a mis hijos se les da por hacer huelga de brazos caídos ante la imprescindible limpieza del día a día y a mi regreso los platos llegan hasta el techo. Tengo la suerte de saber tan poco que puedo imaginarme muchas cosas todavía.
Imaginar también es hacer que las cosas de siempre parezcan nuevas con nuestra luz original, es la única manera de crear mundos los humanos pues no podemos producir algo de la nada. La imaginación nos convierte en ilusionistas, creadores de ilusión.
Los mismos temas igual que los mismos colores o los mismos olores... son percibidos por cada uno de nosotros de manera diferente. Los contamos desde la luz con que enfocamos las cosas. De ahí la dificultad de hacer creíble la recreación de un ambiente valiéndonos exclusivamente de las descripciones de lugares, edificios emblemáticos... que aparecen en una guía turística.
Por algo se dice que el mundo nace cada vez que unos nuevos ojos lo observan:
"Todo lo inventa el rayo de la aurora", cantó Jorge Guillén.
Cuando hace unos días reflexionaba sobre cómo enfocar mi primera intervención en esta mesa redonda, llovía fuera. Algo habitual en mi tierra y en esta época. Yo trataba de reflexionar sobre cómo enfocar mi intervención mientras la lluvia continuaba cayendo. Pensé que estaba bien en casa. Fuera lloviendo y yo calentita hacía que me sintiera más confortable. Enseguida recordé la tragedia que las lluvias habían provocado poco tiempo atrás en unos pueblos extremeños y sentí escalofríos. De repente se me ocurrió preguntarme: ¿Qué se puede contar de la lluvia? ¿Qué sé de la lluvia? ¿Cómo la estarán viendo otras personas? ¿Qué me recuerda? ¿Qué me imagino? ¿Desde qué prismas puedo ver la lluvia? ¿Es libre la lluvia o es libre mi manera de interpretarla, de narrarla, de imaginarla? Y la lluvia me llevó a escuchar en silencio una voz de niña caraqueña que me preguntaba: Dime, ¿cómo es la lluvia en tu tierra? Y yo, osada no poeta, escribí esto que ahora les leo:
La lluvia es...
La lluvia es una orquesta,
una sinfonía al atardecer,
dulce y húmeda a la vez,
un beso enamorado,
canción de cuna que te mece.
Discreta, lame
la sangre y las heridas
a los perros de la calle.
Es el brillo charolado
de la piedra en las iglesias;
es también
el perfume de la tierra
que bebe sedienta
tras larga espera.
Es la risa del agua
al caer en las aceras.
La lluvia es...
La lluvia es el silencio,
el sosiego,
la nostalgia,
un rayo de plata,
un poema al oído,
un grito absurdo,
un gorrión sorprendido.
La lluvia es la noche
lentejuelas de luz,
calles mojadas,
prisas,
bullicio involuntario,
local cerrado;
el chapotear alegre de los niños,
paraguas nuevo,
manchar las botas de barro,
lavarlas luego.
La lluvia es...
La lluvia es un caramelo en el fango,
la cita que se ha aplazado,
fluidas lágrimas de amor
resbalando por tu cara,
la mirada del pintor
con pincel enamorado;
es el hocico mojado
de un animal de leyenda;
la mariposa que deja de aletear,
la lluvia es fresca,
hermosa y fiera a la vez.
Es la hoja seca
que corre en el riachuelo,
arroyo nuevo que nace en la mañana,
el arco iris,
el viento,
la niña con el abuelo,
un cuento.
Eso es la lluvia.
La lluvia es...
La lluvia es un ángel jugando en tu ventana
es el niño que se mea en la cama,
es el río que sale de su cauce
un demonio que se lleva la casa.
La lluvia es el verde de la vida,
es la tragedia,
son las revoltosas nubes
ocultando las estrellas.
Es pegarse a la frente el pelo
huir el color del cielo.
¿Qué es la lluvia?,
aún preguntas enfadada:
La lluvia es mucho
y no es nada,
son los ojos,
el tacto,
los oídos,
la lluvia son los sentidos.
La lluvia en Galicia
es rebelde,
o es caricia.
En mi tierra y en la tuya
la lluvia es lluvia.
Me pareció que la lluvia podía ser un buen símil con el que comparar la literatura, por sus variantes que van desde caídas muy suaves hasta las más bruscas; que nos arrancan diferentes sensaciones y al mismo tiempo con muchos puntos en común y en lugares muy distintos. Y esa fue mi manera de percibirla y de imaginarla, la manera de contarla. En aquel momento me sedujo y mi pretensión más o menos acertada fue recoger esa seducción con la sensibilidad, el estado de ánimo y los conocimientos que tenía sobre el espectáculo visual de la lluvia. Pretendía mostrar gradualmente el abanico de sensaciones que puede producir la lluvia, pero como cuando la palabra es auténtica sólo obedece a los sentimientos (y los míos eran sinceramente placenteros en aquel instante) no conseguí un poema duro, sino dulce.
El poema (disculpen mi osadía al llamarle tal) termina:
en mi tierra y en la tuya
la lluvia es lluvia.
Y es que la lluvia, igual que la literatura no es tan diferente en las distintas partes del mundo y en las diferentes épocas. Los sentimientos (el amor, el odio, la venganza, la esperanza, el miedo, el dolor, la alegría...) son pozos de conservadurismo indestructible que perduran, que son necesarios en todos los lugares de la tierra, como es imprescindible el agua.
Y es que yo no tengo clases mágicas para inventar mundos, no poseo fórmulas infalibles que garanticen el éxito de mis obras. En todo caso, a través de mi experiencia, del contacto directo con niños y niñas, a través de otras experiencias a las que llego por medio de lecturas, de preguntas que me he hecho a mí misma sobre qué contar, cómo contarlo, hasta dónde dejar libre la imaginación, qué mundos crear... Con todo esto y teniendo en cuenta mi condición de torera que vibra en la plaza de las palabras, y no de crítica taurina, he aprendido (y paso a enumerarles, en todo caso en el coloquio se podrían comentar):
Que niños y niñas tienen derecho a divertirse con buena literatura.
Que no debo obsesionarme con que son nuestro futuro, sino su presente, en todo caso serán su propio futuro.
Que el humor no vale vacío de contenido.
Que se puede fantasear, crear otros mundos, pero no debemos mentir la realidad presentándoles sólo el lado bueno de la vida, aunque tampoco conviene descuidar el valor de la utopía.
Que todos los temas pueden ser abordados sin censuras. La única fórmula para tratarlos es conocer y amar el universo infantil. El abordar todos los temas es la única manera de no dejarlos bloqueados en la infancia. Que no sea hipócrita ocultando temas sobre los que niños y jóvenes sienten curiosidad. Yo, a los 13 años, todavía creía que bastaba con que un chico te rozase levemente con un codo para quedar irremisiblemente embarazada. Me gustaba, por aquel entonces, muchísimo bailar; era, además, una de las pocas diversiones que teníamos en nuestro ambiente rural: las fiestas del pueblo. Confieso haber pasado verdaderos trabajos empujando obsesivamente a la pobre "víctima" que bailaba conmigo, tratando de evitar el "embarazo no deseado".
Aprendí que los mundos que inventemos para niños y niñas han de:
servir de motivo de reflexión, de discusión...
reivindicar la igualdad de sexos...
cultivar las ideas de paz, de justicia, de tolerancia, de defensa de la naturaleza, de respeto a los demás...
He sabido...
que hemos de tener cuidado con la xenofobia, el racismo, el consumismo...
decir no a la violencia.
Los mensajes no deben ser panfletarios, pues si son muy evidentes se convierten en imposiciones (es decir, huir del didactismo o la moralina).
Aprendí que he de huir de las historias ñoñas. Sencillas, pero no simplonas.
Que la literatura infantil y juvenil no ha de matar curiosidades, sino despertarlas.
Que en el lenguaje de los niños se pueden expresar los pensamientos más profundos.
Que los niños y niñas son seres pensantes, no títeres manipulables a nuestro antojo y, como tales, debemos desmitificar la bondad infantil, no son tan buenos ni tan inocentes siempre.
Y además he sabido que:
nuestra obligación es dar luz a sus zonas de penumbra.
hemos de ayudar a crear lectores...
la literatura infantil y juvenil ha de ser una respuesta a las necesidades íntimas del niño.
ha de tener matices lúdicos... y muchas cosas más, que diría un niño.
Es como si la literatura infantil y juvenil necesitase justificar sus efectos maravillosos de utilidad inmediata para sobrevivir.
Lo que ocurre es que cuando una historia me revolotea por la cabeza y cuando, luego, me siento a escribirla, confieso necesitar despojarme de todas esas ataduras. Me hacen sentirme secuestrada, atada de pies y manos, y me recuerdan aquellos ejercicios de psicomotricidad en los que nos decían: mueve las manos, la boca, los codos, la lengua, los ojos, las rodillas, hasta que todo el cuerpo era un forzado esperpento abominable.
Pienso que la literatura es como una hermosa mariposa que nada sería sin alas, sin color, sin libertad, y no como una utilitaria batidora; y me defiendo de esa sensación de sentirme atada, artificial y poco auténtica, razonando de esta manera:
Si por mi educación, mis sueños, mis lecturas, mi profesión, mi familia, mi entorno... ya tengo ataduras. Si en mi interior se fueron forjando unos valores... si, en fin, sinceramente creo en la igualdad de todos los seres humanos, si aborrezco la injusticia; si, para resumir, creo en la concepción de la aldea global (siempre con el respeto a las diferencias) que defiende la Unesco, si con sinceridad los niños y las niñas no me estorban, si les quiero, si me gusta arrancarles sonrisas, emociones, si (incluso de manera egoísta) tengo el inconfesable deseo de que les atraiga lo que escribo tanto como para que me sigan leyendo, y que le gusten también a sus papás, si en mi realidad vital no quiero hacerles daño alguno... me pregunto: ¿no se notará eso sin que tenga que forzarlo de una manera artificial y poco creíble? Se va a notar lo auténtico, incluidos los defectos, por mucho que huyamos de nosotros mismos pretendiendo ser otros.
Intento vivir intensamente el momento de contar, de imaginar, de crear mundos. Intento abrir brechas en la rutina de lo cotidiano, imaginando nuevos horizontes sin perder la esperanza. Decía José íngel Valente (poeta gallego universal): "Hablar de la propia vida es entrar de lleno en el terreno de la ficción". Me gusta utilizar el monólogo interior en el que confluyen las diferentes voces que ocupan mi memoria. Disfruto adoptando el punto de vista de cada personaje. Juego con la forma de contarlo porque soy de las que creo que la estructura enriquece el relato, que no hay porqué hacer concesiones a un público infantil, sólo acercarte sinceramente a ellos. En sus recuerdos, igual que en los nuestros, se rompe la linealidad del tiempo. Procuro evocar mis propios recuerdos para que me sigan cautivando cosas que ya no me cautivarían.
Y, supongo que por esta osadía de intentar despojarme de ataduras, me han salido páginas eróticas y de sexo, el tema de la muerte, jergas excrementicias...
En todo caso, para mí la literatura sigue siendo un mundo fascinante, con claves desconocidas, pero imprescindibles.
Y termino haciendo mía una frase que se le atribuye a Nietzche: "¡Qué encantadora locura es la palabra, con ella el hombre danza sobre todas las cosas!" Y la mujer también.
Artículo puesto en línea en julio de 2000.