Ilustración de Marina Colasanti para su libro 'Mais de 100 histórias maravilhosas' (São Paulo: Global, 2015).
  • Ilustración de Marina Colasanti para su libro 'Mais de 100 histórias maravilhosas' (São Paulo: Global, 2015).

Cuentos de hadas reales y necesarios como los lobos

Marina Colasanti
En enero de 2016, siete grandes cajas de madera ventiladas en la parte de arriba por orificios del tamaño de una moneda fueron colocadas cerca de la vegetación en un parque nacional de Francia. Dentro de las cajas, siete lobos blancos donados por Austria esperaban aquello a lo que los humanos llamamos destino.

El destino en cuestión había sido elaborado a lo largo de dos años de negociaciones y cuidadosa planificación logística a cargo de un equipo de veterinarios, biólogos, diplomáticos y burócratas, parte de los cuales, acompañados por cineastas, esperaban tensos. Abiertas las cajas, emergieron siete hocicos plateados. Después del largo cautiverio, los lobos dudaban. Pero luego, persuadidos por el instinto y por el olor, fueron  a buscar la carne que había sido desparramada entre los arbustos. Y se perdieron entre los matorrales.

Actualmente en Francia hay solamente doscientos cincuenta lobos. Y esto es así porque, sin respetar las fronteras, algunos ejemplares de la especie migraron desde Italia en 1992. Si hubiera sido por los franceses, que durante todo el siglo XIX se dedicaron a exterminarlos como a una plaga, no quedaría ninguno. Los últimos murieron en 1920.

Siento una admiración especial por los lobos. Aparecen en varios de mis cuentos de hadas, en minicuentos, y cada tanto un aullido resuena en alguno de mis poemas. Debe ser mi italianidad, ya que para los niños romanos la loba es el símbolo del amor, madre amamantadora de Rómulo y Remo. O tal vez sea mi necesidad de equilibrio, un tanto de oveja y un tanto de lobo, un poco de mansedumbre y un poco de dientes.

El año pasado, en Bogotá di una pequeña conferencia en la que hablaba de los lobos y su importancia en la literatura infantil. Pero disponía de un tiempo limitado, ajustado como una ropa estrecha, y pensé que el tema demandaba más aliento. De esa situación, y de mi deseo de desarrollarlo, se origina esta charla.

En aquella ocasión dije que en cualquier país o sociedad los lobos son los personajes favoritos de los niños. Quien quiera que lidie con ellos, que les lea o cuente cuentos, no importa si es familiar, profesor, mediador de lectura o narrador, sabe que basta que aparezca el lobo en una historia para que los ojos de los pequeños oyentes se agranden de placer y excitación. Es como si se alcanzara otro nivel de la absorción narrativa.

No es casual que el cuento más conocido del planeta sea Caperucita Roja. A pesar del título, nunca encontré ningún niño al que le gustase específicamente la pequeña encapuchada. La abuela, por otro lado, no ganaría ni siquiera un premio de personaje secundario. ¡Pero el lobo es la estrella! Cuando se cruza en el camino de la niña en el bosque, melifluo y seductor, la escena se ilumina. Podemos decir que el cuento comienza a partir de ese encuentro. Lo que sucede antes –pedido y recomendaciones de la madre sin que la niña, hasta entonces obediente, se manifieste– es apenas un preludio que prepara la señal de largada. 

Todos los adultos lo saben. Todos ya oyeron la exclamación encantada de los pequeños cuando la estrella mayor entra en la historia: “¡El lobo!”, dicen. Pocos se preguntan el porqué de tal fascinación. Yo me lo pregunté, y fui en búsqueda de respuestas.

Dice Clarissa Pinkola Estés en Mujeres que corren con los lobos: “Todas nosotras tenemos ansias por lo salvaje. Existen pocos antídotos aceptados por nuestra cultura para este deseo ardiente. Nos enseñaron a tener vergüenza de este tipo de aspiración”. La afirmación de Pinkola Estés se refiere más bien a lo femenino. Pero los niños, sobre todo los pequeños que escuchan cuentos, todavía no aprendieron a avergonzarse. Les gusta el lobo y manifiestan su preferencia porque lo llevan dentro de sí.

En La bella durmiente de Disney, las hadas que llevan dones al bautismo de Aurora se llaman Fauna, Flora y Primavera. Son descendientes directas de las moiras griegas, las dueñas del destino, que se presentaban tres días después del nacimiento de un niño llevando rueca e hilo. Pero los nombres creados para ellas en la película le dan otro sentido, nos dicen que las tres son una sola: la Naturaleza. Y la naturaleza nos ofrece sus dones antes del nacimiento. Entre estos, el de la ferocidad salvaje.

Nacemos salvajes porque nacemos para sobrevivir, y tan solo para eso. La naturaleza no está interesada en buenas maneras y buenos sentimientos, su única preocupación es la perpetuación de la vida. Y una buena dosis de salvajismo es indispensable para mantenernos con vida, vencedores en la lucha contra los depredadores.

La sociedad es solo el segundo capítulo, igualmente necesaria para la supervivencia humana. Para la vida en sociedad aprendemos a ocultar las uñas y bajar los labios sobre los dientes, o sea, aprendemos a contener y disfrazar el lado salvaje. Sin eliminarlo, ya que en cualquier momento –en el caso de una guerra, una pelea o una catástrofe– el lobo puede tornarse necesario y ser convocado por aquella misma sociedad que lo reprime.

Y es justamente en la infancia, cuando conscientes de nuestra fragilidad nos sentimos más amenazados, que la educación comienza su trabajo paulatino destinado a domar al lobo.

En cualquier grupo de mamíferos –gatos, perros, leones–, los cachorros juegan a pelearse entre ellos, se muerden, se persiguen, se derriban, se rasguñan, a veces hasta se hacen daño de verdad, y después van a refugiarse junto a la madre. Están entrenando su fuerza y sus posibilidades de defensa. Y la madre, sabiendo esto, los acoge. Pero en las familias humanas los niños no deben pelearse, aunque lo hacen a pesar del precio que conlleva. Cuando yo peleaba con mi hermano, y llamábamos a nuestra madre para desempatar las diferencias, no había acogida alguna, la respuesta era una sola: castigo para ambos.

Como en la Francia del siglo XIX, hoy la sociedad continúa cazando al lobo que habita en el interior de los niños. Pero los niños intentan protegerlo.

En su libro Donde viven los monstruos, Maurice Sendak transforma en narrativa estos mecanismos sociales. Vestido con su disfraz de lobo, Max, el protagonista, persigue a un perro escalera abajo. La madre, sirviendo la cena, lo reta: “¡Qué salvaje!”, y Max, que está de hecho en modo salvaje, responde mostrando las garras: “¡Cuidado que te como!”. La amenaza no surte el efecto deseado y Max es enviado a su cuarto sin cenar. Pero tampoco este castigo contuvo al salvajismo. Peor: el niño ahora está enojado con su mamá. Y, metido en la piel de un lobo, viaja con su imaginación a la isla donde se volverá Rey de las Criaturas Salvajes. Solo cuando, gracias al triunfo sobre el salvajismo, puede abandonar su piel de lobo, volverá a casa, para encontrar comida, una cama y recuperar el amor de su madre.

Quién es el lobo

El lobo es un doble: al mismo tiempo realidad y fantasía. Realidad amenazante para los pastores, símbolo y metáfora recurrente para la cultura.

Lo que mejor se sabe del lobo es el miedo que provoca. Un miedo generado más por la fusión entre realidad y fantasía que por los hechos, lo que torna cuestionable la realidad. En el frío, en el invierno, en los períodos de hambruna, los lobos eventualmente atacaron a los humanos. Pero no en la cantidad registrada ni con la ferocidad difundida por el boca en boca. A la luz de la ciencia parece poco probable que, como dicen los relatos, los lobos prefieran a jovencitas y niños. “Ella –la loba– tiene antojos de sangre, de senos y de cabeza, vuelve constantemente al cadáver que fue obligada a abandonar y si no está, lame la tierra donde aún queda algo de sangre", escribió M. de Labarthe en octubre de 1764.

Los lobos fueron cazados sin piedad. A partir del siglo XVI desaparecieron de Inglaterra. En Alemania, en el año 1646, fueron matados 183 machos y 135 hembras. Irlanda acabó con sus lobos en 1710. Y Francia mató 1.035 ejemplares solamente en el año 1884. Hoy los lobos están extintos en gran parte de Europa.

Aún así, permanecen vivos en nuestro pasado cultural. La hembra que amamantó a Rómulo y a Remo no fue la única en alimentar a cachorros humanos. Según la tradición rusa, una loba también dio su leche al héroe Iván. Una leche poderosa, transmisora de las características maternas. De ella también bebió el único niño sobreviviente a la aniquilación de los antiguos habitantes de Mongolia: los Hiong-nu. No solo bebió la leche, sino que se apareó con su madre loba, dando origen, a través de ella, a los T'ou-kiue, los primeros turcos. La leyenda del origen fue transmitida de generación en generación, y siglos más tarde, cuando un cazador mongol se veía obligado a matar un lobo, destruía el arma que el crimen había vuelto maléfica.

En la tradición judeocristiana, el lobo es el enemigo, símbolo del diablo que al comer el cuerpo, se apropia del alma. Hades, divinidad del mundo subterráneo, usaba un manto de piel de lobo. Y un lobo también era el animal preferido de las brujas para montar en sus idas al sabbat. No sorprende que las medallas religiosas y las balas hechas con esas medallas fundidas pretendieran dar cuenta del demonio oculto bajo la piel del animal. San Francisco domó al lobo que con su ferocidad amedrentaba las vecindades de Gubbio, pero la leyenda católica dice que la fiera bajó las orejas delante de la señal de la cruz, y no gracias a la dulzura personal del santo.

El lobo es doble. Es el lobo celeste de los mongoles, agente del Cielo y esposo de la Tierra. De su boca abierta y devoradora, símbolo del caos y del poder aniquilador, un maxilar toca la tierra y el otro se acuesta en el sol. Es luz y oscuridad. Los lobos empujan el carro de Marte, el dios de la guerra, y Artemisa, diosa de la fertilidad, y Apolo, dios de las artes, son hijos de una loba. El lobo guía a los vivos y a los muertos, la boca que mata es la misma que hace renacer.

Un combo precioso

Los cuentos de hadas son como los lobos, hechos de realidad y de fantasía. No se entienda por fantasía su significado más corriente, aquello que llamamos ensueño. La fantasía que da origen a la creación artística –y los cuentos de hadas se incluyen en esta categoría– podría ser definida modernamente como un combo.

Son varios los elementos que componen dicho combo: las circunstancias, la cultura, la experiencia de vida del narrador, sus sentimientos personales, el momento histórico, el pasado... 

Es como si, para tejer su historia, el narrador excavara dentro y fuera de sí, haciendo uso de su inconsciente, utilizando elementos de la cotidianeidad y transformándolos, echando mano a símbolos comunes dentro de su grupo social, sumando narrativas del pasado y elementos de su propia memoria, en una fusión entre lo colectivo y lo personal, con la que el propio creador se identifica.

Como dice Marie-Louise von Franz, investigadora junguiana de los cuentos de hadas, en su libro La voie de l'individuation dans les contes de fées: “Algunas personas muy intuitivas son capaces de observar sus ‘sueños’ diurnos, pueden dejar aflorar este estado hipnagógico (entorpecimiento que precede al sueño) a voluntad y mirar en su propio interior para observar qué ocurre en su subconsciente. Esta capacidad de dejar aflorar el subconsciente es una de las fuentes de inspiración tanto en el arte como en la literatura”.

Y Francine Saint René Taillandier remata en el prefacio del mismo libro: “Para que el cuento o el sueño nos hable y nos alimente con su médula, debemos aceptar descender de las alturas de nuestros sistemas intelectuales y preconceptos, para reencontrar una actitud de verdad hecha de simplicidad y aperturas lúdicas”.

En las narraciones maravillosas la verdad está siempre presente.

Los bosques de los cuentos de hadas están llenos de leñadores. Pero en los países fríos y en tiempos previos a la electricidad, la leña era lo único que había para calentar las casas y cocinar, y solo a través de estos leñadores podía obtenerse. ¡Cuántas disputas entre hermanos en los cuentos de hadas! Pero siempre en las familias de muchos hijos, en las que la herencia le correspondía solo a uno de ellos, las peleas eran inevitables. Las viejas, que tenían más experiencia y conocían las plantas, sustituían a los médicos escasos y a veces inexistentes. Las madres mandaban a las hijas a llevar la comida a las abuelas porque los deliveries aún no habían sido inventados. Los hombres se ausentaban en épocas de caza y de guerra, las mujeres cocinaban, juntaban leños, cuidaban de la huerta. Eso era realidad, y la realidad siempre fue dura.

Sin embargo, lo real siempre fue retrabajado por el inconsciente a través de los sueños y de los cuentos de hadas.

Si le damos la herencia al hermano más inteligente en vez de entregársela en bandeja de plata al primogénito, lo real se hace menos áspero y una puerta, o una posibilidad, se abre. Si el leñador sin ninguna esperanza de una vida mejor le hace un favor a un genio del bosque y es ricamente recompensado por su bondad, si la mujer que va al bosque con un hato de leños en la espalda es un hada o una bruja y si en vez de quedar embarazada de su amante, la mujer del soldado o del cazador encuentra un hijo en un repollo, la realidad provoca una sonrisa y la vida se hace más soportable.

No solamente para alivianar la carga de la vida existen los sueños y los cuentos. Su función principal es dialogar a través de símbolos, un diálogo hecho de enseñanzas. La herencia para el más inteligente nos dice que las reglas no son siempre justas, la recompensa al leñador nos dice que la bondad le hace bien al individuo, las hadas y las brujas hablan del engaño de las apariencias, de apoyos y de contratiempos imprevistos; el bebé en el repollo es la vida regalada por la naturaleza.

Pero el bebé en el repollo puede decirnos que debemos buscar nuestra alegría en otra parte; el hada puede significar que nuestra vida está determinada por fuerzas que no conocemos; la bruja, que debemos estar alertas frente al mal; el leñador, que el bosque tiene vida y que cada día le regala su sustento.

Podría continuar y no lo hago porque sería casi interminable, pues la riqueza de los cuentos es justamente la pluralidad de sus significados, y la precisión contenida en ellos.

Abandonados en el bosque

En septiembre de 2007 las cámaras de seguridad de la estación de Melbourne registraron la imagen de un hombre caminando con una niña de la mano y arrastrando una valija. El hombre estaba de espaldas a las cámaras, vestía una chaqueta y usaba sombrero.

Pero las cámaras solo fueron verificadas después de que la niña fuera encontrada sentada en un banco de la estación, sola. Se llamaba Qian Xun, y la prensa internacional enseguida la apodó “Pumpkin”. Se sospechaba que el hombre era su padre, el mismo que dos horas después de dejarla en la estación tomó un avión rumbo a Los Angeles. La madre, Anne Liu, estaba desaparecida.

El hombre, se supo unos días después, sufría de depresión. La familia había emigrado de China, los negocios andaban mal, el dinero siempre escaseaba. Varias veces la policía había sido llamada por los vecinos para alertar sobre la violencia que estallaba en la casa. El padre y la madre terminaron por separarse. “Pumpkin” fue entregada a un hogar provisorio. En los primeros dos días con aquella familia desconocida, no dijo una sola palabra. Después de ser encontrada en la estación solo respondía sí y no.
Durante algunos días la prensa mundial hizo gran despliegue con la noticia, pero enseguida hizo silencio sobre el caso. Se sospechaba que el padre había matado a la madre. No sé qué fue de “Pumpkin”.

Cuando mi abuela y la madre de mi abuela eran niñas, cuando mi madre fue niña, cuando yo fui niña e incluso cuando mis hijas fueron niñas, se contaba una historia semejante. No ocurría en una estación, sino en un bosque. Un padre igualmente presionado por las dificultades llevaba a sus hijos, Juan y María, al bosque, y allí los dejaba. Antes de irse, como seguramente lo hizo el padre de “Pumpkin”, les decía que se quedaran ahí quietos y que luego pasaría a buscarlos. Y que no lloraran.

Juan y María lograron volver a la cabaña familiar gracias a su astucia. Pero “Pumpkin” era muy pequeña y estaba demasiado asustada. Tampoco tenía la astucia suficiente que le permitiera regresar sola a casa. Melbourne es mucho más peligrosa que un bosque. Y aunque ella esperó obediente, esforzándose para no llorar, el padre no volvió a buscarla.

Cuento y realidad se sobreponen. La casa violenta invadida por la policía toma el lugar de la cabaña de la bruja que quería comerse a Juan y María. Y si este cuento tiene un final feliz, podemos esperar que, diez años después, “Pumpkin” haya recuperado el habla y la serenidad.
 
Muchos niños son abandonados todos los días en los bosques de las ciudades. Y no solo en las ciudades.

Dos niños son dejados en el bosque, cada uno por su madre, en el libro "Vuelvo al anochecer" de Aharon Appelfeld. Son compañeros de la escuela que se encuentran por casualidad entre los troncos de los árboles. Ambos recibieron instrucciones semejantes: quédate aquí y no tengas miedo, vuelvo al anochecer.

Durante meses la promesa no es cumplida, los niños se alimentan de frutas silvestres, beben agua del río, ordeñan una vaca que pasta, se abrigan en una especie de nido en la copa de un árbol. Y aprenden a vivir por sus propios medios. Solo cuando la nieve acumulada ya está alta, y ellos se sienten amenazados por el frío, las madres vienen por ellos.

Podría ser un cuento de hadas moderno, una versión más de Juan y María. Pero no hay fantasía alguna en esa narración extraída directamente de la realidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, muchas familias judías dejaron a sus hijos en el bosque, creyendo que tendrían más probabilidades de sobrevivir que en los guetos o amenazados por los campos de concentración. Aharon Applefeld sabe de lo que está hablando. Él mismo fue un niño de la guerra, su madre murió durante la invasión a su ciudad natal en Ucrania; él y su padre fueron llevados a un campo de concentración de donde huyó para esconderse durante tres años en el bosque. Solo en la década del 50 se reencontró con su padre, que había sobrevivido.

La vida, muchas veces, imita la ficción, pero de una forma tan cruda que parece hasta más difícil de creer.

Dos especies perseguidas

Los siete lobos blancos fueron introducidos en Francia porque, después de tanta matanza, se descubrió que la ausencia de lobos rompía el ciclo natural de las especies, creando un nuevo problema. Efectivamente, el descubrimiento se hizo Estados Unidos. En este país, una vez desaparecido su mayor depredador, los venados, ciervos, alces y renos se multiplicaron enormemente y devoraban los pastos y gramas disponibles provocando una catástrofe ambiental. Y cuando no tuvieron más qué comer, empezaron a morir de hambre y a sembrar con sus cadáveres los campos.

Los cuentos de hadas también son perseguidos.

Yo atravesé el período de su desacralización, mientras se priorizaban las narraciones realistas. Escribí mi primer libro de cuentos maravillosos nadando contra una corriente fuertísima… y pagué el precio por la audacia, teniendo que esperar cinco años para conseguir un editor. Después viví la fase de lo políticamente correcto en la que, sin considerar metáforas o simbolismos, los cuentos de hace muchos siglos eran podados y reformulados para que se adaptaran a los mandamientos morales de la modernidad. Incluso el año pasado, en Brasil, hubo intentos de censurar a Monteiro Lobato, fundador de la literatura infantil en el país.

Como si no bastaran las censuras morales, los cuentos son, hace años, sometidos al aplastamiento mercantil, transformados en productos agradables, películas animadas en las que cualquier elemento capaz de causar sorpresa o reflexión es cuidadosamente limado o eliminado. Y ahora enfrentamos una nueva forma de falsificación en la serie de películas que, partiendo de los cuentos más conocidos, obliteran su contenido, transformando todo en una aventura escenográfica violenta y vacía.

Pero, así como se reintroducirán los lobos en la naturaleza, todos los días, en alguna parte del mundo, un cuento de hadas en su versión auténtica es reintroducido cada día en el imaginario de los niños, ya sea por una nueva edición, ya sea a través de la voz generosa de algún narrador.

Como los lobos

Algunas narrativas son aleatorias, pero no los cuentos de hadas. Son, al mismo tiempo, crítica y espejo de la vida real, habla y escucha, cofre de consejos y de joyas, siempre entrelazados con los sentimientos y las vivencias del género humano.
La vida real no es algo ameno para principiantes. Tampoco lo son nuestras primeras vivencias. Nacemos preparados, con nuestro lobo interior, pues en cualquier momento podemos ser abandonados en el bosque. La violencia, manifiesta o subterránea, alcanza a los niños cotidianamente de forma mucho más feroz en la realidad que en sus lecturas, y son justamente las lecturas las que ayudan a procesar la violencia real.

Sin embargo, cuando en las conferencias hablo de los cuentos de hadas, puedo esperar con seguridad matemática alguna observación o pregunta sobre la “violencia” de estas historias y la necesidad de podarlas. Lo que más me inquieta es que son padres y profesores los que más preguntan, ya listos y con tijera en mano. El preconcepto no es nuevo; ya en tiempos de Luis XIV, François Fenélon, preceptor del nieto del rey, podaba cuentos de hadas y fábulas de Esopo y La Fontaine para extraer de ellas narrativas insípidas, pero “educativas”.

Recientemente, terminaba de dar una conferencia en la que había hablado sobre mis cuentos de hadas, cuando una señora de cierta edad se aproximó para felicitarme y a continuación decirme: “Imagino que sus cuentos tienen buenos principios y finales positivos”. Tomó aliento y disparó: “Espero que no sean como aquellos llenos de violencia ¡y mucho menos como aquel horroroso de Caperucita Roja en el que el lobo se come a la abuela!” Y yo, casi sin darle tiempo de terminar, le respondí: “No, no, señora, ¡usted está equivocada! Caperucita Roja es un cuento maravilloso, una metáfora estupenda del paso del tiempo, de la ronda de las generaciones”. Ella me miraba, estupefacta, y continué: “Las abuelas, las mujeres viejas como usted y yo, tienen que morir, tienen que dejarse devorar por el lobo para abrir camino a las nietas, que llegan llenas de entusiasmo y de deseos de amor”. Yo sonreía, pero por la mirada de la señora sospecho que no le gustó mi respuesta.

Infinitas veces, en encuentros y en conferencias, me han preguntado si los cuentos de hadas no son alienantes. Quien hace esa pregunta –que ya se transformó en un lugar común– no la elabora por su cuenta, sino que la formula a partir de lo que escuchó o leyó. Y desconoce los numerosos estudios psicoanalíticos sobre estos cuentos desarrollados por Freud, Jung y sus seguidores, lo que demuestra la importancia de estas narraciones para la comprensión y estructuración del yo.

Infinitas veces me preguntaron si no creía que los cuentos de hadas presentan una imagen servicial y superanticuada de las mujeres, que las princesas a la espera del príncipe en el caballo blanco ya no son admisibles en el siglo XXI. Ignora, quien hace este tipo de preguntas, las recopilaciones de cuentos de Angela Carter, The Virago Book of Fairy Tales y The Second Virago Book of Fairy Tales –este último lo terminó de escribir Carter cuando estaba en el hospital preparándose para la muerte. Un total de ciento tres relatos, todos tomados de fuentes publicadas y todos girando en torno a una protagonista, reunidos en capítulos con títulos como "Valientes, osadas y obstinadas”, “Mujeres inteligentes, jóvenes astutas”, “Hechiceras”, “Jóvenes buenas y lo que sucede con ellas”.

Dice la autora en el prefacio: “La intención primera era demostrar la extraordinaria riqueza y la diversidad de respuestas a la misma condición común –estar viva– y la riqueza y diversidad con la que la femineidad en la práctica es representada en la cultura ‘no oficial’: sus estrategias, sus tramas, su arduo trabajo”.

Es sorprendente que aún tengamos que demostrar aquello que, después de tantos siglos, debería ser obvio: que los cuentos de hadas llegaron hasta nosotros manteniendo su encantamiento porque son respuestas necesarias a nuestra condición de seres vivos y que, como los lobos, no pueden ser aniquilados.